Ligeratura

Cada vez más solos

Cada vez más solos.
photo_camera Cada vez más solos.

El domingo se inventó para que el hombre no quisiera estar solo, excomulgado del vermú, desterrado del arenal de la paella y sus tumbonas de carabineros, vedado en las sobremesas destiladas y en la paz amniótica de la manta compartida. El domingo se ideó para que el hombre no quisiera casarse consigo mismo y urdiera siestas largas como trenzas de Nabiza con las que escapar al sueño de la compañía. Hasta que llegó la “sologamia”, que es una tendencia de moda entre mujeres que se comprometen consigo mismas, conquistadas por el amor propio, que suele ser correspondido y nunca olvida bajar la tapa del inodoro. Lo malo de casarse con uno mismo es que no hay divorcio posible. Lo bueno, que hay que renovar menos veces el sofá.

Lo atractivo de la soledad es que no espera nada de uno; sería como una última fila en la universidad de la vida donde se puede leer, fantasear, contar moscas o evadirse sin ser amonestado ni conminado a dar explicaciones. Cuando es voluntaria, sirve tanto de psicoanalista como de fiesta exclusiva. Pero, cuando no es elegida, la soledad es sombredad, un árbol umbroso hecho de abrazos al aire bajo el que enterrarse a plazos, con un puñadito de tierra cada día. La soledad no deseada es una soledad lunar que agradece hasta la visita de los testigos de Jehová.

Según el INE, en España hay casi cinco millones de personas viviendo solas -nada dice de las soledades concurridas-, y menos de la mitad son mayores de 65 años. Se estima que en 2037 las viviendas unipersonales aumentarán hasta alcanzar los seis millones y medio. A la rebelión contra la institución familiar de varias generaciones, hay que sumar la baja natalidad, el individualismo, la inestabilidad laboral, con sus zancadillas para la conciliación, la alergia al compromiso y la precariedad económica, aunque nuestro país es más polimoroso que poliamoroso. Es difícil tirar la caña cuando no se gana para cañas; nadie hace amigos abriendo un paquete de donettes de resiliencia.

Ya se ha inventado una aplicación para buscarle al solitario compañero de piso, porque nos hemos vuelto asociales de tanto frecuentar las redes sociales. La pérdida de aptitudes para relacionarse es un ciberachaque. El teléfono se emplea para todo salvo para llamar, se monologa a través de notas de voz, y antes que pedirle sal al vecino se la encargamos a Glovo. Cada vez hay más gente que espera del prójimo no una conversación sino una conversión. El individuo saliva con su privacidad como Gollum con su tesoro, al tiempo que la expone sin pudor en internet; se entrega a simulacros de socialización sin más obligación que el like ni más riesgo que el unfollow, pero luego calimerea preguntándose por qué está solo.

En una época más afanada en disimular el envejecimiento de la población que en frenarlo, bueno es saber que la soledad envejece más que el tabaco. También incrementa el riesgo de padecer demencia, diabetes o enfermedades cardíacas, y quintuplica la posibilidad de depresión. Pero el coste sanitario del solitario importa menos que su utilidad política: como apuntó Hannah Arendt, lo que prepara a los hombres para el dominio totalitario es que la soledad se haya convertido en una experiencia cotidiana. Por eso se publicitan poco los beneficios que la ciencia atribuye al matrimonio: menos depresión, menos infartos, más longevidad. En el peor de los casos, casarse transforma la soledad no deseada en deseada.

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