Opinión

Fe y razón, y no fe o razón

Un articulista de este periódico se ha tomado la molestia de leer un texto mío titulado “Islam, razón y religión”. Se lo agradezco mucho, ya que el mayor homenaje que se le puede tributar al que escribe algo es hacer el esfuerzo de leer ese algo. Si, por añadidura, se redacta un escrito para disentir de lo leído, contraponiendo unas razones a otras, se va más allá de la mera cortesía  para entrar en el terreno de una alta consideración. Por tanto, muchas gracias.
Yo me imagino –quiero suponerlo– que mi interlocutor no me considera un ser privado de razón, absolutamente incapacitado para discurrir o para aportar argumentos que sostengan mis propias convicciones. Y quiero suponerlo porque, sin esa base, el diálogo resultaría imposible. Yo creo que la razón une. Y creo también que si algo me convence a mí puede, en principio, convencer a otros.
En el fondo, me parece que mi interlocutor me concede más de lo que aparentemente me concede: Claro que contra los excesos, dice, “es necesario luchar a través de la razón”. Y añade, y en ello también estoy de acuerdo, que es necesario apostar por la cultura, por la enseñanza, por la razón, por el conocimiento y por “la lucha contra las mafias organizadas, contra los intereses de las multinacionales, a quienes el individuo les trae sin cuidado y no es más que un instrumento de explotación”.
Quizá, en el fondo, lo que me distancie de mi interlocutor –pese a esas coincidencias– sea solo una letra, la “o”, una conjunción disyuntiva, en lugar de la “y”, una conjunción copulativa. Es decir, él opta por la alternativa (o una cosa o la otra), y yo por la unión (una cosa y la otra).
La fe no es, en modo alguno, una alternativa a la razón. La fe es, de hecho, un ejercicio de la razón como cualquier otro. Ni más ni menos. El hombre que cree, por el hecho de creer, no violenta de ningún modo su naturaleza racional. Claro que no podrá creer cualquier cosa; habrá que ver si cuenta con buenas razones para creer esto o lo otro, pero creer, de por sí;  tener fe, de por sí, no contradice la racionalidad humana. 
Como el espacio de un artículo es reducido, me limito a remitir a dos textos, cuya lectura puede resultar interesante para alguien que no busque cerrar los expedientes antes de analizarlos: “Ensayo para contribuir a una Gramática del Asentimiento”, de J.H. Newman, y “Fe y razón”, de R. Swinburne. Ambos autores – distantes en el tiempo – coinciden no solo en su común filiación oxoniense, sino en la defensa motivada de la racionalidad de la creencia y de la fe.
¡Claro que la ciencia es muy importante! ¿Quién lo pone, seriamente, en duda? Pero la ciencia no es la razón, sin más, ni el conocimiento humano, sin más. La ciencia, y el conocimiento científico, es solo una parcela –por destacable que sea– del conocimiento humano y del uso humano de la razón.
La tesis según la cual el conocimiento humano se reduce exclusivamente al conocimiento científico no es un postulado científico, sino dogmático, como bien ha recordado el filósofo de la ciencia G. Radnitzky:  el cientificismo es "la creencia dogmática de que el modo de conocer llamado 'ciencia' es el único que merece el título de conocimiento, y su forma vulgarizada: la creencia de que la ciencia eventualmente resolverá todos nuestros problemas o, cuando menos, todos nuestros problemas 'significativos'. Esta creencia está basada sobre una imagen falsa de la ciencia. Muchos e importantes filósofos, desde Nietzsche a Husserl, Apel, Gadamer, Habermas, Heelan, Kisiel, Kockelmans y otros, han considerado el ciencismo como la falsa conciencia fundamental de nuestra era".
Hay otra cosa también que me distancia de mi interlocutor: El aparente desprecio que parece destilar hacia el “tercer mundo”. Como si cultura y riqueza coincidiesen sin más. El llamado “tercer mundo” tiene sus problemas, pero también los tiene la vieja Europa, esa Europa laica y descreída en exceso que, borracha de soberbia ilustrada, no sabe ya ni por qué ni para qué vivir. Es como si Prometeo hubiese dimitido de sus afanes, o como si Baco no consiguiese despertar de la resaca. Solo queda Narciso, tan débil, tan autocomplaciente, tan poco amigo de creer y de razonar que se ahoga contemplando su propia imagen. Con el aplauso de las multinacionales, que solo se preocupan por afianzar su narcisismo consumista.

(*) Director del Instituto Teológico de Vigo.

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