Manuel Orío
Palabra del Rey
Desde mi más tierna adolescencia, y a pesar de que en aquellos tiempos la actividad parlamentaria no pasaba de ser una broma capaz de enmascarar la realidad de una dictadura que convertía las cortes franquistas en un respaldo incondicional a lo que se le ocurría al dictador pasara lo que pasara, siempre he creído y confiado en la bondad del sistema parlamentario. Hoy permanezco fiel a esos criterios que proclaman la bondad de respaldar las decisiones que parten de su libre proclamación en el Congreso de los Diputados, a pesar de que no sean precisamente estos últimos años los más ejemplares en la historia del sistema. Pero el torrente legislativo que nace entre las paredes del edificio de la carrera de San Jerónimo es la voluntad del pueblo y no hay más que hablar.
Por eso y desde siempre, me repugna la gobernación a golpe de decretazo, y admiró la guapeza democrática de someter las decisiones necesarias a los dictámenes de la asamblea del pueblo que es de donde salen las leyes más puras y solidarias. Las que se aprueban por el voto único e indivisible de los diputados, por mucho que algunas de sus decisiones me retuerzan las entrañas.
Somos, constitucionalmente hablando, una monarquía parlamentaria que es el modo más noble y racional de encajar una monarquía en los tiempos modernos, y en ese campo se puede y se debe jugar sin lesionar conceptos tan hermosos como libertad, derechos, justicia y ética. Hablamos de democracia, simplemente. Y por eso entiendo que el contencioso donde se contiene la necesidad o no de elevar el gasto en Defensa debe ser dirimido y resuelto en sede parlamentaria como todos aquellos temas que nos conciernan y propongan la necesidad de tomar decisiones de gama alta que afecten de un modo tan trascendente a nuestras acciones futuras. Todos los temas en general pero estos, aún más. Yo, personalmente, estoy en la fracción que se muestra convencida de la necesidad ineludible de elevarlo, pero no soy yo el que decide sino el Congreso de los Diputados en el que se deposita la esencia de mi voto y además el de los treinta y siete millones y medio de ciudadanos con derecho a sufragio que conformamos el censo electoral. Es lo más justo y lo que otorga a la democracia su condición de tal.
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