Manuel Orío
La tregua de Navidad
Durante la primera Navidad en las trincheras en los inicios de la Gran Guerra de 1914, en varios puntos del frente, soldados alemanes y británicos promovieron una tregua espontánea que comenzó intercambiando alimentos y bebidas entre los combatientes –muchos de los que la vivieron recordaron que hubo chocolate, galletas, cigarros, té y sopa caliente, cortes de pelo y villancicos entonados al unísono- y se consolidó cuando un sargento aliado se presentó con un balón de fútbol y propuso jugar un partido entre dos equipos de jugadores de un lado y otro de las alambradas. El hecho, descubierto unos meses más tarde por la prensa norteamericana todavía neutral gracias a las cartas enviadas a sus familiares por quienes luchaban en la batalla, se convirtió en uno de los gestos más hermosos y gratificantes de la intrahistoria contemporánea y se perpetuó gracias a una emotiva estatua erigida a este inusitado episodio que se halla en Liverpool, ciudad de la que procedían muchos de sus protagonistas. Los altos mandos de los ejércitos en conflicto se apresuraron a tapar el suceso y dieron órdenes muy precisas para que no se repitiera, pero el bien ya estaba hecho y sirvió para recordarnos a todas las generaciones venideras que existen huecos en el alma que sienten y exigen el perdón, la convivencia, la amistad, la comprensión, la hermandad, el diálogo y el amor, no practicado todo ello de cara a la galería con un torrente de palabras vanas y gestos importados, sino como un comportamiento espontáneo que distingue en este mundo perverso a la gente de bien. Siglo y pico después, y con un horizonte sembrados de chubascos y nubes negras aventadas por la ambición, el cerrilismo y la inhumanidad de muchos de los dirigentes de las potencias más poderosas, el humilde y valeroso ejemplo de la tregua de Navidad que brotó del deseo de aquellos que morían a cientos todos los días cuando sonaba el pito del oficial al mando y se generalizaba la guerra cuerpo a cuerpo, debería servir de algo para que todos ellos entendieran que la ambición política no genera otra cosa que dolor y muerte y que algo hay en lo más recóndito del ser humano que transmite esperanza como la luz de unas linternas sordas que alumbraron un campo de fútbol pintado en la nieve.
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