¿Quién es el Cristo para ti?
Una anécdota, a la vez llena de ternura y de extraordinaria pedagogía, me vale con frecuencia para subrayar los distintos modos de la presencia de Dios cerca de nosotros, aunque no caigamos en la cuenta de tal realidad. La historieta se resume así: en la capilla de un colegio están un grupo de pequeños digamos que “rezando”; el capellán se acerca al sagrario a recoger el santísimo para llevar la comunión a algún enfermo y justo al pasar, uno de los niños le pregunta: “¿qué llevas ahí?”, a lo que el sacerdote en voz bajita le contesta casi susurrando con sencillez: “llevó a Dios, a Jesús, es para una enferma”, “ay, antes déjamelo ver a mi” insistió el chaval; a lo que un compañero más enterado, a su lado con un ligero codazo, le aleccionó convencido: “no, tío, no se le puede ver porque en la hostia Dios va escondido”.
Efectivamente en el sacramento eucarístico, según la fe, Dios está oculto bajo las especies sacramentales aunque parezca no estar. Sin embargo, según la fe, es ésa la más real de las divinas presencias de Jesucristo. Del mismo modo, aun no siendo evidente ni un sacramento, resulta innegable la presencia divina en cada una de las realidades creadas, pues es su omnipresencia quien las mantiene, sosteniéndonos así en el ser. Clarísimo le parecía a Pablo de Tarso esta omnipresencia cuando afirmó: “en Él vivimos, nos movemos y existimos”.
Para el creyente, además de esas dos presencias a las que acabamos de referirnos tan significativas y tan distintas– la sacramental y la intrínseca al ser de lo creado-, hay otras muestras o manifestaciones de la presencia divina en nuestra vida ordinaria: en la palabra que se dice y escucha en la liturgia, en los ministros que la ejercen en su nombre, en la asamblea y la oración de la iglesia, en los pobres y necesitados –“lo que hiciereis a éstos a mí me lo hacéis”-. Y se da asimismo una cierta re-presentación - y ahí adquiere el término todo su significado-, en las imágenes, iconos u objetos sagrados. Sin embargo, nadie debiera ignorar que en la doctrina católica quien escucha las oraciones y nos concede las gracias imploradas siempre es Dios, en muchas ocasiones a través de las imágenes o los iconos sagrados ante los que el creyente reza, pero nunca jamás debería entenderse que sea la imagen la que posee propiedades mágicas o milagrosas. Sería pura superstición, que se define como una creencia extraña a la fe y contraria a la razón, pues sólo Dios es siempre el dador de toda gracia.
Me pareció oportuno recordar estas elementalidades de una teología de primaria, en el día en que multitud de vigueses vamos a estar en las calles de la ciudad junto a nuestro Cristo de la Victoria, la icónica imagen del Cristo de Vigo. Somos conscientes de que Cristo está sólo aparentemente presente en la preciosa y artística imagen que sale a la calle para nuestra veneración – representado en su muerte en la cruz por nuestra salvación-, y que ese Cristo es el mismo que está verdadera, sacramental y realmente presente en la palabra y en la eucaristía que celebramos cada domingo. Muchos de entre la multitud le venerarán, le buscarán y le rezarán en la imagen que procesiona y, sin embargo, quizá no suelan acudir a Él con la debida frecuencia a donde verdadera y realmente está, que es en la eucaristía y en cada misa. ¡Qué pena que todavía no hayan entendido lo que el docto renacuajo de teólogo le descubrió a su amigo en la anécdota del principio!: “no se le puede ver, porque en la hostia Dios va escondido”. Y es que el auténtico discípulo de Cristo se cita y encuentra habitualmente con Jesús escondido en la palabra y en la celebración eucarística, porque es ahí en donde está y se nos da a conocer realmente. Quien le conoce y trata habitualmente de ese modo disfruta por la tarde acompañando a los demás cristianos, devotos y felices, siguiendo y acompañando la preciosa imagen de aquel a quien quizá realmente han abrazado en comunión esa misma mañana.
Hoy es un buen día para que los seguidores del Cristo de Vigo nos repitamos aquella misma pregunta de Jesús a los suyos, tras interrogarles sobre quién pensaban las gentes que era él: “¿y vosotros quien decís que soy yo?”; o sea, personalizando, ¿quién es Jesús, el Cristo, para ti?. A mí me vale, y la convierto en súplica personal, la respuesta que hace años dio el papa Francisco: “Jesús para mi es Aquel que me ha mirado con misericordia y me ha salvado… Jesús ha dado sentido a mi vida aquí en la tierra y es mi esperanza para la vida futura. Con su misericordia me ha mirado, me ha tomado y me ha puesto en el camino…”
(*) Sacerdote y periodista.
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