Opinión

Lágrimas en la lluvia

Vigo no es una ciudad fácil, ni por su orografía (emparedada entre la Ría y las montañas, con cuestas terribles) ni por su extensión, propia de una urbe mucho mayor: 109 kilómetros cuadrados para menos de 300.000 habitantes, en tanto que la némesis A Coruña suma 250.000 vecinos en solo 30 kilómetros, lo que hace que todo esté mucho más cerca y también que resulte más fácil de manejar. Eso significa que moverse por Vigo es complejo, molesto y a menudo caro. Sin duda, complicado. Un estudio en los grandes municipios españoles zanja que pese a todo, tres de cada cuatro vigueses cuentan con los servicios esenciales a una distancia no superior a quince minutos: trabajo, educación, sanidad e incluso el ocio. No hay por qué dudar de ello, pero tampoco que los sistemas de transporte locales necesitan un cambio profundo, más allá de las líneas de bus, las rampas y el desplazamiento en bicicleta o patinete eléctrico por los carriles.

En la vecina Oporto se resolvió el asunto de forma satisfactoria hace 20 años con el desarrollo de una red de metro en su mayor parte en superficie, un tren urbano interno y que conecta la capital lusa con las ciudades vecinas, una conurbación de un millón de habitantes. Había muchas dudas sobre su viabilidad, pero se ha demostrado como un medio eficiente, cómodo y puntual. En Vigo se planteó mucho antes una idea similar, a finales del pasado siglo por obra de Carlos Príncipe, entonces vicealcalde, que logró convencer a la Xunta para que participara. Su propuesta desembocó en un concurso de ideas y en un proyecto concreto para una o dos líneas en parte por superficie y en parte subterráneas que exigía una inversión de 442 millones de euros. Puede parecer mucho, y de hecho lo es, pero no tanto como una actuación a largo plazo que habría dado un plus a Vigo. Todo eso, como tantas cosas, se perdieron como lágrimas en la lluvia.

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