A la hora de estrenar el año

Publicado: 06 ene 2025 - 01:20

Empieza el año con frío cortante, como para despertarnos de un letargo, para limpiarnos la arena de playa que aún pudiera quedarnos del 2024, para entender que la vida es un carnaval pero no siempre. La tarde del día 1 es una siesta, como la noche del 31 es una fiesta. Anoche matábamos por un tridente de gintonics y hoy seríamos capaces de vender la piel por vaporeo seductor de un café.

Atrás quedan horas especiales, abrazos de los que importan, muchas risas y tímidas lágrimas. Nos ilusionamos cada Navidad porque estamos con los nuestros y dejamos de lado la vida siempre un poco artificial de lo cotidiano, con sus urgencias de actualidad, sus suspiros de España, sus políticos hablando el idioma del avestruz. En cambio, fijamos los ojos en padres y abuelos, en los mayores de la casa, que llevan la historia más importante escrita en los surcos de la frente y de las manos, en las flores rojas de juventud que hoy están secas y bellísimas, en los hitos familiares que nos han traído aquí, en las vidas bien vividas de los que nos precedieron en la batalla de abrirse un camino en el calendario, de dejar poso, de hacer del secarral de la genealogía un terreno fértil para los que vengan detrás.

De ellos, por unos días, aprendemos a mirar la vida con la distancia del paso del tiempo, con fervor desapasionado, con un calor que fue en pasado, hoy agua tibia, donde lo que más pesa ya no es el mañana, como nos ocurre a nosotros, sino el ayer, como les ocurre a ellos.

Pensaba en esto recorriendo el viejo paseo. Estrena cara de Año Nuevo el mar, y el frío ya no es tan frío como anoche. Una brisa suave riza un poco el termómetro en la coraza, pero las olas rompen con la pereza de vivir, como si hubieran estado también de juerga anoche, celebrando el 2025 con los peces, la danza de las algas, y los marineros olvidados de la tierra, que ya son más del islote azul que de tierra firme. Qué pronto el trajín semanal nos hará perder esta magia. Pero qué bien nos sienta detenernos, recordar qué es lo importante de verdad, y escuchar a los viejos de la familia las historias que un día contaremos a nuestros nietos, con la misma voz trémula y los mismos ojos brillantes de quienes hoy nos las transmiten. De niños, tal vez, no quieran escuchar o no sepan, pero al cabo de los años violentarán su memoria para tratar de recordar cada una de esas pequeñas señas de identidad familiar, el anecdotario de andar por casa, las vicisitudes y trabas que hubieron de esquivar para que nosotros estemos hoy aquí, en realidad, dando gracias a Dios por tanto.

Llora un niño de puro cansancio al recorrer el paseo. Se sienta, brazos cruzados, y una amenaza a mamá: “No camino más”. Su vida, su vocación, su última voluntad, con sus tres años, está en esa determinación, que es no moverse de esa baldosa del paseo pase lo que pase. Y la madre argumenta contrarreloj, pero sin grandes exigencias, quizá porque sabe mejor que él que ayer no se acostó a las nueve sino a las dos, y la sucesión de fiestas deja a los críos en éxtasis de agotamiento. El niño al fin se levantará y caminará. Perderá el pulso. Pero a mí su actitud me recuerda un poco a nuestras histerias diarias en el trabajo, en los azares ordinarios de la vida, en los amores. A menudo decimos “no puedo más”, “de esta no salgo”, o “no volveré a amar a nadie” y ya ves, mira de nuevo a los ojos a los mayores de la familia y comprenderás que da lo mismo, podremos, saldremos y, con toda seguridad, volveremos a amar a alguien.

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