40 AÑOSDEL 23-F DESDE VIGO

El día que Tejero asaltó el Congreso y yo no supe nada

Revuelo en los escaños en el momento  en que los guardias civiles entran al Congreso.
photo_camera Revuelo en los escaños en el momento en que los guardias civiles entran al Congreso.
El siglo XIX fue una cadena de golpes de Estado, asonadas y rebeliones que se sucedieron con una frecuencia inusitada propiciando varios atentados, deserciones, revueltas, cambios de Gobierno y otros muchos episodios de parecida naturaleza más o menos sangrientos en los que siempre, y como característica habitual, estuvieron involucrados militares

El siglo comenzó con un motín, el de Aranjuez que promovió y financió en la sombra el príncipe heredero y futuro Fernando VII contra su padre el rey Carlos IV, su madre la reina María Luisa, y el balido y supuesto amante a dos bandas de ambos, el omnipotente Godoy, y fue declinando con otra rebelión militar escenificada en un naranjal de Sagunto por el general Arsenio Martínez Campos con la que recuperar la corona en las sienes del joven Alfonso XII, para frustración y enfado bíblico de Cánovas que quería restaurar la monarquía pero por métodos democráticos.
Riego, Serrano, Diego de León, Espartero, O’Donnell, Prim, Pavía, o el mencionado Martínez Campos son ejemplo de militares alzados contra la situación reinante, provenientes de varias ideologías y de canteras políticas dispares, algunos triunfantes otros abocados al fracaso y por tanto a un final trágicamente cantado, en los que la alta graduación de los implicados pronosticaba la potente intervención de una clase política entreverada de modales castrenses que destacó en una España caótica con ros y espadones por todas partes.

Distinto fue el siglo siguiente en el que no se contabilizaba nada más que un pronunciamiento después de que la buena sintonía entre los dos líderes más representativos del tiempo anterior, Sagasta y Cánovas, dejaran una situación política estable, una monarquía asentada y una sucesión asegurada hasta que los errores del Alfonso XIII y una situación política y social cada vez más enrarecida precipitaron el golpe de estado por excelencia y la guerra civil. A partir de ahí, una ominosa dictadura que duró treinta y cinco largos años.

El 23 de febrero de 1981, a cuarenta años largos del final de la guerra civil. se volvió a reproducir por tanto el viejo hábito en forma de una esperpéntica toma del Congreso escenificada por efectivos de la Guardia Civil pertenecientes en su mayoría al subsector de Tráfico, que entraron en el Congreso movilizadas a la fuerza y capitaneadas por un coronel del cuerpo con el tricornio encasquetado en la cabeza, el bigote tieso y la pistola en la mano, llamado Antonio Tejero Molina. Tejero era en realidad el tonto útil que serviría de escudo a los verdaderos cerebros de la trama para librarlos del castigo si la intentona salía mal, y ni él mismo sabía exactamente qué había detrás del complot y a quien representaba entre otras cosas porque, a estas alturas, aún no sabemos cuántas tramas estaban involucradas en el cotarro. En lo sombra había al parecer no una sino varias superpuestas, que ya habían dado señales de vida algunas semanas antes apuntando signos inequívocos e inquietantes bien en sus comportamientos bien en apariciones veladas y espaciadas en los periódicos, como aquel artículo firmado por el colectivo Almendros en el periódico “El Alcázar”. Emilio Romero se descolgó unos días más tarde con otro artículo firmado en “ABC” en el que    pedía la destitución fulminante de Adolfo Suárez y su sustitución por el general Armada. En enero de aquel año, presentó su dimisión Adolfo Suárez y, en medio de una crisis galopante, acrecentada por los atentados etarras, Rodríguez Sahagún se convirtió en la cabeza de UCD tras el Congreso de Palma y el Rey eligió a Calvo Sotelo para presidir el Gobierno.
Todos los que aún estamos, sabemos cuarenta años después qué hacíamos el día que se produjo el asalto al Congreso. Por entonces yo trabaja en el gabinete de Prensa del Gobierno Civil de la provincia junto a quien había sido mi director en el diario “El Pueblo Gallego”, el periodista Juan Martínez Herrera, que era mi jefe en el departamento. El gobernador era entonces un joven abogado catalán militante de UCD llamado Joaquín Borrell Mestre, que andando el tiempo se convertiría en un jurista de gran prestigio experto en jurisprudencia aplicada a las administraciones autonómicas y letrado de la Generalitat de Cataluña,  y con el que mis desacuerdos más concretos eran sobre fútbol porque yo soy madridista perdido desde la cuna y el era un firme y fiel seguidor del Barça por convencimiento y tradición familiar. En lo demás, estuvimos en perfecta sintonía e incluso le enseñé a jugar al mus para que pudiéramos echar alguna que otra partida del juego de cartas preferido del presidente del Gobierno y de una gran parte de los altos cargos del Gobierno de entonces. Incluso en una de las partidas con Suárez le hice de pareja y ahí estuvimos dando guerra con la baraja.
Pero la jornada del 23 F, en la que Joaquín Borrell hubo de enfrentarse tan terso como un perchero a las en principio desconocidas para él maniobras provinciales, yo no viajé a Pontevedra. Fue Herrera el que se desplazó a la sede del Gobierno Civil que estaba exactamente en el mismo sitio donde está ahora, para prestar el servicio pertinente a la primera autoridad provincial y apechar con las circunstancias de aquella tarde-noche loca. Por fortuna, las autoridades militares y civiles de la provincia, desde las comandancias de Marina a las dotaciones de la Guardia Civil, cuarteles, cuerpo de Policía, diputaciones y alcaldes, permanecieron fieles a la legalidad vigente y así se lo hicieron saber a Borrell personándose en su despacho para  dejar clara su lealtad, después de que todo se pusiera patas arriba  a partir de las seis y veinticinco minutos de la tarde justo antes de que le tocara el turno de emitir su voto al diputado socialista Manuel Núñez Encabo quien, según me contaron algunas de mis amigas y amigos que estaban en el Hemiciclo en aquellas horas cruciales, aparcó su coche de cualquier modo porque llevaba prisa, pretendía votar y salir corriendo rumbo a su tierra Soria, y cuando le dejaron salir se lo había llevado la grúa.
Para mi general oprobio, desde  las cinco de la tarde de aquella señalada fecha yo estaba tocando la guitarra con un par de amigotes y unas cervezas. Y como no había por entonces telefonía móvil, nadie me localizó. A las nueve y media de la noche, cuando llegué a casa, me enteré de todo aquel sainete y aún hoy es el día en que se cae la cara de vergüenza al contarlo. Uno de mis compañeros de aquella reunión también era periodista. Pero no diré su nombre aunque me arranquen las uñas de los pies con tenazas al rojo vivo. Con uno que se cubra de deshonor, basta.n

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