Isabel de Borbón, la infanta castiza esposa de un chico sin suerte

El matrimonio posa dos años después de haberse casado en Madrid. Foto de 1870. Un año después, Gaetano se quitaría la vida  en la habitación de un hotel en Lausana.
photo_camera El matrimonio posa dos años después de haberse casado en Madrid. Foto de 1870. Un año después, Gaetano se quitaría la vida en la habitación de un hotel en Lausana.

Conocida como "la chata" y muy querida por el pueblo, fue dos veces Princesa Asturias

El 13 de mayo de 1868, la infanta María Isabel Francisca de Asís Dominga de Borbón y Borbón se casaba en la Basílica de Atocha de Madrid, con un primo suyo italiano al que conoció en el instante justo de encontrarse ante el altar y que no gozaba de muy buena fama entre sus iguales europeos. No es frecuente que un miembro de familias reales decimonónicas, hombres y mujeres jóvenes y bellos, bendecidos por una existencia acomodada, cuajados de prebendas, primorosamente educados y bien provistos de recursos económicos y sociales, adquiera fama de gafe en el exclusivo universo en el que habita, pero el joven Gaetano de Borbón y Dos Sicilias había tenido que apechugar con semejante maldición desde el momento mismo de su nacimiento. Ese día, un 12 de enero de 1846, una de las cornisas del palacio de Caserta donde vino al mundo, se desplomó por sorpresa produciendo graves daños materiales aunque, por fortuna, no hubo que lamentar desgracias ni dentro ni fuera del recinto. Unos días después, y mientras el recién nacido era bautizado, la llama de un cirio prendió unos velos durante la ceremonia y a punto estuvo de achicharrar a la mitad de los asistentes. Fue el principio de una larga cadena de infortunios cuyo final prematuro y trágico marcó la existencia de la joven esposa para el resto de sus días.

Isabel y su padre oficial

María Isabel de Borbón- cuya nariz respingona muy graciosa en sus años jóvenes propuso que el pueblo la conociera popularmente como “La Chata”- había nacido en el Palacio Real de Madrid el 20 de diciembre de 1851, hija primogénita de la reina Isabel y sabe Dios quién, porque los historiadores no acaban de ponerse de acuerdo a la hora de determinar la identidad de su padre verdadero. Desde el punto de vista estrictamente oficial, el progenitor de aquella criatura era el esposo de la soberana, el rey consorte Francisco de Asís de Borbón, hijo del infante Francisco de Paula y de la infanta Luisa Carlota, al que el mismo pueblo retrechero de la capital terminó llamando “Paquito Natillas”, un sobrenombre malicioso que el poeta satírico Manuel del Palacio tomó para sí y usó para dedicarle unos famosos versos sumamente crueles, en el tiempo en el que tocó huir del país coincidiendo con la Gloriosa del 68. Así decían:

“Paquito Natillas

Es de pasta flora,

Y mea en cuclillas

Como una señora”

Tenían razón aquellos versos, porque el consorte padecía una malformación de nacimiento en el aparato urinario que hoy se resuelve con relativa sencillez y recupera el desarrollo de sus funciones normales pero que entonces era intratable. El rey Francisco –como exigía que lo llamasen en función de su condición de marido de la reina- padecía hipospadias, una anomalía por la que el conducto de la uretra no acaba en la punta del pene sino en su parte inferior más próximo al escroto, lo que le obligaba a orinar al modo femenino. Por otra parte, su condición de homosexual no declarado -como era normal entonces y obligado en la realeza- contribuyó aún más a su voluntaria ruptura de cualquier relación afectiva con su esposa quien, a la vista de la situación, resolvió buscársela por otros derroteros. Isabel II disfrutó de una cumplida y heterogénea lista de amantes a lo largo de su existencia, y Paquito se buscó su pareja y mantuvo una larga unión sentimental con un atildado caballero llamado Antonio Ramos de Meneses al que concedió generosamente el añejo ducado de Baños del que fue desposeído tras el fallecimiento de su mentor.

Lo más probable por tanto, es que el verdadero padre de la infanta fuera José María Ruiz de Arana, conde de Baena y cortesano poderoso al que llamaban “el pollo”, aunque el rey Francisco adoptó la costumbre de presentar ante la Corte a los hijos de su esposa desnuditos y en una bandeja de plata como si fueran suyos. Eso sí, cobrando religiosamente de cada vez.

En todo caso, aquel nacimiento de una niña, -tercera en los partos reales pero la primera superviviente y por tanto, heredera del trono a la espera del nacimiento de un varón- no estuvo exento de emociones fuertes. Lista para salir hacia la Basílica de Atocha en el bautizo de la recién nacida infanta y princesa de Asturias –lo fue en dos ocasiones, entre 1852 y 1857 fecha en que nació Alfonso y se convirtió en heredero, y en 1874 otra vez hasta que su hermano tuvo descendencia con María Cristina- un clérigo riojano trastornado por nombre Martín Merino, atacó a la reina y le infirió dos navajazos en el pecho cuyo trayecto detuvieron por fortuna las ballenas de su corsé. El clérigo fue juzgado, degradado públicamente y agarrotado en una dantesca ceremonia pública. Y se ordenó que sus restos se quemaran. Para mayor horror, y como la resolución se cumplió en el Cementerio Norte ante un puñado de testigos y el viento cambió de forma repentina, la carne chamuscada del religioso loco, en forma de pavesas, aterrizó sobre los asistentes que huyeron de allí despavoridos.

Matrimonio (In) conveniente

Pero, ¿cuál fue el verdadero motivo por el que una joven dulce y agraciada de 19 años, primogénita de una monarquía como la española, fue a casarse con un príncipe napolitano sin corona, sin reino, maldito por su infortunio, silencioso y triste? Pues lo hubo.

En 1861 Italia atravesaba momentos políticos muy delicados. En aquel tiempo no era ni siquiera un país, pero un grupo de personalidades de diferente pelaje político y no siempre bien avenidas, habían coincidido en la necesidad de acabar con las numerosas monarquías que sembraban el terreno, estableciendo los principios de un proceso reunificador que convirtiera la península en forma de bota en una unidad nacional. Eran los inicios del llamado “Risorgimento” que comenzaba a tejerse en torno a una sociedad secreta llamada “Giovane Italia” fundada en 1831 por un temperamental periodista llamado Giuseppe Mazzini, al que se unieron en su cruzada por la reconstrucción de la nación otros personajes de renombre y extracción heterogénea, desde el noble Camilo Benso conde de Cavour al estrafalario aventurero Giuseppe Garibaldi. Ese año de 1861, la causa unificadora acabó con la monarquía napolitana depositada hasta entonces en las sienes del rey Fernando II de Nápoles y la reina Teresa de Austria. Él, descendiente directo de Carlos III de España, era por tanto familia de Isabel II, biznieta a su vez del soberano español. Cuando urgida por las necesidades políticas, en 1868 Isabel no tuvo más remedio que reconocer el reino de Italia bajo el manto del rey Víctor Manuel de Saboya atendiendo a la invitación del Papa al que la irregularidad del matrimonio real español tenía por otra parte muy preocupado, Isabel se vio en la necesidad de solventar una situación muy tensa con sus familiares napolitanos a los que el movimiento regeneracionista había privado de su corona. Por eso, otorgó a su hija primogénita en matrimonio al príncipe Gaetano de Nápoles, conde Girgenti por concesión paterna, el joven veinteañero y sombrío famoso por su mala suerte.

Final infeliz

Los contrayentes se vieron por primera vez el uno con el otro en el altar de la Basílica de Atocha, y ni siquiera esa nueva situación privó al joven napolitano de unos destinos empecinados en demostrar que al napolitano le perseguía el más negro infortunio. En septiembre de aquel año 68, apenas cuatro meses después de la boda y mientras los recién casados disfrutaban de una larga y placentera luna de miel recorriendo la mayor parte de las grandes capitales europeas, les llegó a ambos la noticia de que tropas revolucionarias planteaban alzarse en armas contra la reina y tratarían de arrebatar su corona. El joven Gaetano y su esposa Isabel conocieron la mala nueva en Viena y como quiera que el 9 de mayo anterior a la boda se había concedido al futuro marido el título de Infante de España con tratamiento de Alteza, Gaetano volvió a España y se enroló como oficial en la caballería de las tropas realistas. Perdida la batalla de Alcolea, -los datos anecdóticos de su participación en la confronta mantienen que Gaetano entró en combate en Pavía al grito de “¡Viva mi suegra!”- los defensores de la soberana hubieron de huir junto a los fieles de la corte hacia el exilio. Lo hizo la reina y su familia más próxima rumbo a París, donde fue acogida por Napoleón III y su esposa Eugenia de Montijo.

Gaetano y su mujer vivieron en el exilio francés sin que desarrollaran un vínculo sólido afectivo. Ella tuvo un aborto en septiembre de 1871 mientras el conde Girgenti vagaba de un lado a otro como una fantasma, apesadumbrado y probablemente enfermo de epilepsia. El 26 de noviembre de aquel mismo año, Gaetano de Borbón se encerró en la habitación del hotel de Lucerna en Suiza donde se hospedaban ambos y se descerrajo un tiro en la sien. Tras un largo rosario de apuros y haciendo valer sus relaciones para conseguir que el conde Girgenti fuera enterrado en sagrado, todo acabó y la infanta Isabel no volvió a casarse nunca más desengañada por su amarga experiencia matrimonial. Volvió en 1874 coincidiendo con la restauración de la corona en las sienes de su hermano Alfonso. Gaetano María Federico de Borbón y Habsburgo-Lorena descansa hoy en el panteón de Infantes del Monasterio del Escorial.

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