Manuel Orío
Palabra del Rey
Este, cuando la actualidad amaina un poco y los próceres están de vacaciones, suele ser tiempo para que los comentaristas nos solacemos haciendo, en quinientas palabras, resúmenes del año que concluye y predicciones para el que viene. Ahí van los míos: 2026 difícilmente podrá ser peor que 2025. Preparémonos para un año de Cambio. Eso espero, al menos: cualquier cambio será probablemente mejor que el presente.
Porque, básicamente, esto no puede seguir así mucho tiempo. El año, horrible, pero de verdad horrible, ha tenido de todo: escándalos de corrupción y sexuales desde los poderes, incumplimientos de la palabra dada, desencuentros sin cuento en la llamada clase política, y lo que yo llamaría, en general, falta de sintonía entre los representantes y los representados, es decir, entre los poderes y la ciudadanía.
Algo muy profundo ha dejado de funcionar en lo que habría de ser la relación entre Gobierno y gobernados, y a algo de eso se refirió el Rey en su discurso de Nochebuena: falla estrepitosamente la confianza entre una parte, la segunda, la gente de la calle, con respecto a la primera, el poder político y, a veces, el institucional. Y de esa quiebra nace buena parte de nuestras desdichas.
Son muchas las voces, no solo la quizá demasiado prudente del Rey, que estos días hablan de que hay que resetear, resintonizar, esa relación, o mejor dicho, la falta de ella. Lo cual significa, y el Rey no pudo, o no quiso, ir tan lejos, hacer una política radicalmente nueva, en la que los enfrentamientos se cambien por cooperación -todo lo crítica que se quiera-, los silencios por explicaciones, el desplante sistemático por la mano habitualmente tendida. Tanto conmemorar los cincuenta años del comienzo del rodaje de la democracia para, al final, consumir los fastos en una serie de actos con escasa trascendencia, menos aún convicción y prácticamente nulos deseos de reforma y de emular aquellos tiempos de acuerdo.
Me atreveré a decir que este año que concluye la falta de moralidad política, la desfachatez, la quiebra de la ética y la estética políticas, han sido las tónicas dominantes. Un año desastroso para la moral nacional, aunque haya sido beneficioso, al menos en principio, para la economía.
Pero una vez más se demuestra que no basta con el crecimiento macroeconómico para justificar una acción de Gobierno negativa en otros planos. Ni siquiera para practicar una mayor justicia social. La prosperidad económica, el consumo a tope, pueden ser un buen caldo de cultivo para la mejora de la democracia, aunque no siempre lo sean; pero no por ello podemos olvidar tantas líneas rojas sobrepasadas, tantas exigencias reclamadas, tantos códigos morales, comenzando por el de la veracidad, transgredidos.
Este es el mensaje básico que puede transmitirse en las quinientas palabras, mal contadas, que contiene este comentario. No hacen falta más, porque, en realidad, el resumen de 2025 puede sintetizarse en solamente dos: otra decepción. Y van...
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