Opinión

No a la cultura del temor

Nunca en la historia humana habíamos soportado unos niveles tan altos de invasión de la privacidad y del anonimato, dos derechos claves que forman parte del núcleo mismo de la acción del ser humano y resultan consustanciales a su misma libertad básica. Aunque, paradójicamente, tenemos a nuestra disposición todo tipo de mecanismos de autoprotección frente a las miradas indiscretas de los demás y del Leviatán estatal, lo cierto es que nunca nos habíamos sentido tan vulnerables como ahora, tan observados, tan compelidos a presentar un determinado comportamiento o a expresarnos de la forma que se espera de nosotros. Cuando más herramientas nos permiten ocultarnos, más sometidos estamos por el “ojo que todo lo ve” de unos Estados prepotentes y entregados con ahínco a su pasatiempo favorito: moldearnos como arcilla, esculpir la sociedad que desean. La ingeniería social supera los sueños húmedos de cuantos totalitarios han pisado este mundo.
Todos hemos visto imágenes terribles del adoctrinamiento chino a los niños, traducido en unos procesos de cómputo y memorización ciertamente espeluznantes. En ese mismo país, en la jaula oxidada que apresa a la sexta parte de nuestra especie, los chinos sufren constantes experimentos de ingeniería extrema, invasiva hasta el delirio, y la muestra más perfeccionada es actualmente el carné de ciudadanía por puntos.
En todo el mundo desarrollado, la geolocalización de las personas ha llegado al máximo: desde los parquímetros a la obligatoriedad del pago con tarjeta y desde las cámaras de videovigilancia a la obligación de identificarse hasta para las acciones más simples, todo va encaminado a que los Estados puedan saber en cuestión de segundos quién ha estado dónde en cada momento del día, por cuánto tiempo y con quién, haciendo qué, comprandó qué, vendiendo qué. 
“A mí no me molesta porque no tengo nada que ocultar” es la deplorable respuesta a esta situación por parte de millones de individuos aborregados, indignos de ser tenidos por humanos libres, y merecedores sin duda de nuestra horrorizada condena. Cabe responderles que, en efecto, a ellos no les molestará, pero a los demás nos esclaviza, nos cosifica, nos deshumaniza, viola nuestra más sagrada intimidad y hasta afecta a nuestra identidad y a nuestra relación con las demás personas.
Hace unos años, abrir una cuenta bancaria era cuestión de minutos y bastaba un documento de identidad. Hoy, en cambio, las finanzas han quedado aprisionadas en un magma regulatorio que ha acabado con el derecho a la privacidad financiera. Los Estados pueden visualizar las cuentas bancarias sin necesitar siquiera una orden judicial. Los bancos comerciales no existen: son ya meros tentáculos del Estado opresivo que a todos nos sojuzga. 
La inviolabilidad del domicilio se ha reducido y la de nuestros dispositivos digitales nunca se ha llegado a proteger frente a quien se debe: el Estado. Es de él de quien los ciudadanos nos defendemos mediante el anonimato y la defensa de nuestra intimidad, no tanto de los demás individuos u organizaciones privadas, y sin embargo los cantos a la transparencia siempre terminan favoreciendo la supuesta obligatoriedad de que los súbditos del rey Estado seamos transparentes ante sus esbirros, no la de que éstos lo sean frente a nosotros, que al final somos quienes les pagamos el sueldo.
La pandemia ha servido a los ingenieros sociales de los Estados para realizar infinidad de experimentos sociológicos sobre sus gobernados, y muchos de ellos han ido en la dirección de someternos a una vigilancia aún mayor. De esta enfermedad van a quedar cosas que ya no volverán a la normalidad, y una de ellas va a ser la obligatoriedad de presentar un certificado médico para moverse, no sólo internacionalmente sino incluso para acceder al trabajo o al ocio. Justificada o no esta medida por la excepcionalidad del virus, lo cierto es que vamos a entender como normal y razonable, en adelante, que para cualquier acción cotidiana deba uno enseñar un papel oficial que le declare sano. Estaremos casi todos sanos pero la sociedad estará enferma: enferma de controlismo, enferma de estatismo, enferma del temor histérico que nos inyectan deliberadamente los Estados: temor al cambio climático apocalíptico, temor a nuestros malvados conciudadanos, temor a este virus o al siguiente, temor a los inmigrantes, temor a los diferentes, temor a una guerra, temor, temor, temor...
Los Estados se nutren del temor. Es nuestro temor el que les hace fuertes porque, en nuestra cobarde ignorancia, queremos creerlos bienintencionados, justos, democráticamente legitimados e imprescindibles para defendernos de cada una de las causas de ese temor. Deberíamos temernos menos entre nosotros y temer mucho más al Estado. Él es, en realidad, nuestro enemigo. Defendámonos de él. Pongamos la tecnología de nuestro lado. Aprendamos a estar un paso por delante mediante herramientas como blockchain y monedas como bitcoin, mediante el dinero en efectivo y la cautela respecto a nuestra identidad y actuaciones. Y afirmemos con pasión nuestro derecho al secreto y al anonimato, porque de esa defensa va a depender seguir siendo personas libres o convertirnos en autómatas. Digamos “no” a la cultura del temor.

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