Esto es una guerra ideológica mundial
El mundo se encuentra inmerso en una guerra ideológica que algunos llaman “batalla cultural”. No es entre países: es un conflicto profundo entre la civilización occidental, enraizada en la Ilustración, el liberalismo político, la democracia representativa, el libre mercado y los derechos individuales; y una amalgama de enemigos ideológicos y geopolíticos que, aunque diversos, comparten el objetivo común de destruir el orden liberal. Esta coalición de adversarios actúa de forma cada vez más coordinada. La cabeza más nítida es el régimen ruso, heredero del aparato soviético en sus formas y del imperialismo zarista en su fondo. Durante la última década y media, Rusia ha financiado, promovido y alentado primero a la extrema izquierda y después, de forma masiva, también a la extrema derecha en Europa y América, así como a todo tipo de movimientos disruptivos, desde algunos de corte independentista hasta otros de carácter ecologista. La contradicción sólo es aparente: el objetivo es siempre debilitar a Occidente y desmantelar su cooperación económica, política y militar, deslegitimar a las instituciones liberales y desprestigiar la política democrática. Nada que no hayamos visto ya en los años 20 y 300 del siglo pasado. Moscú no necesita tanques para doblegar a sus rivales: le basta con alimentar la desafección. El auge simultáneo de los populismos de ambos extremos —de Podemos a Vox, de Trump a Corbyn, del Rassemblement National al neocomunismo latinoamericano— no es casual. Se retroalimentan, se necesitan y se sirven de la polarización creciente para erosionar los fundamentos del sistema. La democracia liberal, basada en el pluralismo, el respeto a la ley y la defensa de los derechos individuales, no tiene cabida en los esquemas de estos movimientos.
Paradójicamente, buena parte de la derecha tradicional ha contribuido a este proceso. Desde la segunda mitad de la década del 2000, una parte del conservadurismo hasta entonces democrático comenzó a alejarse del consenso liberal común que había caracterizado a los grandes partidos de centro-derecha en Occidente. El punto de inflexión fue, probablemente, la legalización del matrimonio igualitario en países como Canadá, España o los Países Bajos. Lo que debería haberse entendido como un avance en la igualdad civil fue interpretado como una ruptura cultural con la tradición, y Rusia supo ver en ese desencanto una oportunidad estratégica. No es casual que, en poco tiempo, surgieran nuevas formaciones de derecha radical que, sin complejos, adoptaban discursos abiertamente antiliberales, con una estética nostálgica y una retórica identitaria. Formaciones que, milagrosamente, consiguieron los recursos económicos ingentes que la costosa actividad política exige. Muchos de esos movimientos recibieron apoyo directo o indirecto del Kremlin, a veces hasta sin saberlo. Moscú se presentó como el último bastión de los “valores tradicionales” frente al relativismo moral de Occidente. Fue una jugada maestra: la Rusia autoritaria ofrecía refugio simbólico a los conservadores desplazados por la evolución de sus propias sociedades, mientras socavaba desde dentro los pilares de la democracia liberal. A esto se suma el papel de ciertos regímenes del mundo árabe-musulmán, que también han financiado movimientos extremistas en Europa con una estrategia similar: fracturar las sociedades abiertas, infiltrar discursos identitarios y debilitar la confianza en el sistema. No es nada nuevo: ya en los ochenta Gaddafi financió un golpe de ultraderecha en España que fue desarticulado, y sonaba un tal general De Meer, familiar de cierta diputada actual de Vox.
Todo esto ocurre mientras Occidente sigue pagando el precio de su ingenuidad tras la Guerra Fría. No supimos rematar nuestra victoria en esa contienda. Permitimos que Rusia se recuperara poco a poco de la implosión del socialismo “real”, que conservara su estatus de gran potencia y que acumulara recursos y poder geopolítico sin rendir cuentas por su pasado. Y ahora esa Rusia, aliada de una China cada vez más ambiciosa y de una galaxia de actores revisionistas, vuelve para someter, invadir y chantajear. Ucrania es sólo el campo de batalla más visible. Pero la guerra se libra también en nuestras universidades, en nuestros parlamentos, en nuestros medios de comunicación y, sobre todo, en nuestras cabezas. Es una guerra cultural, política e ideológica por el alma de Occidente. Liberalismo o totalitarismo. La respuesta ante este ataque general, masivo, coordinado e inteligente no puede ser la equidistancia ni el repliegue. La defensa del liberalismo, de la democracia y de la civilización que hemos construido —con sus imperfecciones, sí, pero también con sus logros extraordinarios— exige claridad moral y determinación política. No se trata de nostalgia ni de arrogancia, sino de supervivencia. Porque si no defendemos nuestros valores con la contundencia e incluso con la fiereza que este momento crucial exige, nadie lo hará por nosotros. Y si los perdemos, descubriremos demasiado tarde que eran el último dique frente a la barbarie.
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