Fernando Jáuregui
El mensaje, quizá más preocupado que nunca, del Rey
Cada diciembre, mientras las luces se encienden y los villancicos se reproducen en bucle como si el altavoz tuviera espíritu propio, la sociedad española se divide en dos grandes tribus. No son los romanos y los galos, ni los magos y los pastores. Son los Dolientes del Despilfarro y los Devotos de la Alegría Navideña. Y entre ellos, como si Moisés hubiera aparecido se abren las aguas. Son fáciles de identificar porque fruncen el ceño ante cada bombilla LED, calculan mentalmente el coste energético de un reno luminoso y sienten un pequeño pinchazo cuando alguien compra un décimo “por si toca”. Para ellos, la Navidad es una especie de auditoría emocional: ¿Era necesario ese mantel con renos?, ¿Cuántos árboles artificiales necesita realmente un hogar? ¿Por qué hay turrón en octubre? Su frase favorita dice “Esto es un exceso” y su gesto más repetido es suspiro resignado al ver un gasto innecesario a 200 metros.
Los Devotos de la Alegría Navideña viven diciembre como un musical permanente. Les brillan los ojos con cada adorno, cada brindis y cada coro improvisado. Son capaces de emocionarse con un espumillón torcido y de defender que un jersey con luces incorporadas es una inversión en felicidad porque “¡Es Navidad!” Su gesto repetido de sonrisa contagiosa justifica cualquier compra con argumentos emocionales. Si ambas tribus coinciden en la misma mesa, el ambiente es más interesante que el discurso del Rey.
Los Dolientes del Despilfarro miran la bandeja de canapés como si fuera un derroche histórico. Los Devotos de la Alegría responden con un brindis y un “relájate, que solo se vive una vez”.
Y así, entre turrones, debates sobre el precio del marisco y luces que compiten por protagonismo en cada esquina la Navidad vuelve a cumplir su función de recordarnos que somos distintos, pero que nos necesitamos para equilibrarnos. Y ahí está la magia: unos ponen el freno, otros el acelerador, y entre ambos, la sociedad avanza sin estrellarse contra un árbol de Navidad gigante porque, al final, incluso los más austeros acaban probando un polvorón… y hasta los más entusiastas reconocen que igual, solo igual, no hacía falta comprar otro reno luminoso.
En otro cajón tenemos la bondad esparcida en el ambiente de los mensajes. Es uno de los valores más olvidados y menos valorados en nuestra sociedad. Se ve como una debilidad, un lujo que no podemos permitirnos en un mundo donde la competencia y la productividad son la norma. Pero, ¿no es la bondad lo que nos hace humanos? ¿No es la capacidad de amar y ser amados lo que da sentido a nuestra vida? Conviene recordar que esa ha sido la gran revolución mundial de todos los tiempos.
La bondad no solo es un sentimiento, sino un acto de amor que puede cambiar la vida de alguien. Puede ser algo tan simple como una sonrisa, un abrazo o un plato de comida compartido. Se necesitan más sonrisas, ¿no cree?
Aunque es común escuchar que la bondad es contagiosa, la verdad es que no lo es de la misma manera que un virus o una enfermedad. La bondad es un acto voluntario que requiere una decisión consciente y un esfuerzo por parte de la persona.
Sin embargo, la bondad puede inspirar a otros a ser más bondadosos. Cuando vemos a alguien hacer algo amable o generoso, puede motivarnos a hacer lo mismo. Esto se debe a que la bondad puede crear un efecto de onda que se propaga a través de nuestras interacciones sociales. ¡Feliz navidad!
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