Juan Pina
El peligroso alcalde de Nueva York
No está nada mal la propuesta del Conselleiro de Cultura para dedicar el año 2026 a la figura de Ramón Otero Pedrayo (Ourense, 1888-1976). Los cincuenta años de su fallecimiento y cumplido el siglo de la aparición de la Guía de Galicia, son hechos justificativos de una celebración siempre bienvenida. Porque de Otero, por fortuna para la cultura gallega, siguen llegándonos no sólo nuevas entregas de su pensamiento, de sus cartas y opiniones al calor de los acontecimientos cotidianos o extraordinarios que le tocaron vivir, sino que en sus libros se encuentra todavía el latido de un poderoso corazón capaz de bombear sangre en nuestra sensibilidad actual, en llevar oxígeno a múltiples reflexiones que nos hacemos sobre el pasado y el presente.
La virtud de Otero, para hacer esto posible, reside en la naturaleza de su misión, en la hondura de la misma. Una entrega generosa, total, a una idea grande de Galicia: la de su emancipación. Una mayoría de edad desde luego política que, con la recuperación de las libertades, el Estatuto de Autonomía de 1981, la normalización del gallego como lengua oficial y la consolidación de las instituciones propias, daría satisfacción al Otero galleguista de primera hora y diputado en las Cortes de la segunda República. Mayoría de edad también cultural en una realidad como la actual, difícilmente imaginable para un hombre que se sintió más cómodo interpretando, y añorando, el siglo XIX que en acotar el espíritu positivista, fordiano y tantas veces terrible de su propio presente, básicamente la primera mitad del siglo XX.
Abordar hoy a Otero Pedrayo es una tarea poliédrica que podemos realizar separadamente, por etapas. Recurriremos para ello a concretos títulos de su producción o, en un ejercicio de transversalidad, recogiendo de aquí y allá, las palabras y su cadencioso enlazamiento para elevarnos y transportarnos a regiones particularmente seductoras por su hondo sentido. En mi caso, Otero Pedrayo es el relato de la historia cultural de Galicia, del románico al barroco, como marcos de un modo humano peculiar de habitar un territorio en el extremo del occidente europeo. A la altura de esta capacidad comprehensiva está la de describir el paisaje, para el que las herramientas del geográfo serían harto romas e insuficientes. El paisaje en Otero, el paisaje gallego, es una poética y visual encabalgadura de sierras, roquedos, vegetación rala de montaña, bosques y, en las bocarribeiras, la acción ordenadora y productiva de la mano del hombre.
Han dicho que la mejor literatura y el uso contemporáneo más hermoso del gallego escrito está en esas descripciones oterianas. Lengua y paisaje bastarían para acompañar la recia lealtad al país mostrada por Otero Pedrayo y justificar, ahora, el año que se le dedica.
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