Se pierden cosas
La mujer que llevaba quinientos días en una cueva ha salido a la luz. Literalmente porque ha abandonado la seguridad de su estancia a más de setenta metros bajo tierra y en penumbra, poniendo fin a un reto personal. Los seres humanos y los desafíos que nos impulsan son insondables, como profundas son las cuevas en las que nos refugiamos las personas para alejarnos del ruido y los miedos que a veces nos acosan y acorralan. Quién sabe lo que mueve a alguien a pasar una parte importante de su vida aislada y tomarlo como un desafío propio ineludible y una experiencia valiosísima para la divulgación –no sé yo si científica- y el análisis antropológico; o en su defecto garantizarle algunas horas de impacto mediático y una referencia en el libro Guinness de los Records, hasta que otro loco explorador se pase quinientos diez solitarios días –uno más que ella- en las profundidades de la Tierra.
Beatriz Flamini, tras un año cuatro meses y veintidós días pone fin a una aventura que, sin ánimo de menospreciar la dificultad de la experiencia, está bastante lejos de las protagonizadas por Indiana Jones o incluso las locas del barón Munchausen. El valor se le supone por la propia naturaleza de la reclusión en precarias condiciones y porque en algún segundo de algún minuto de las tantas horas que transcurrieron entre rocas habrá pensado que la Tierra está viva y que se mueve, violenta o sigilosamente y que tal vez el camino a casa no estuviese ahí para siempre. Pero esto lo aventuro yo, que soy menos aventurero que ella y que Zalacaín, aunque a veces haya pensado recluirme -si no bajando a la cueva- subiéndome al monte, lejos de todo y de todos, al menos un par de días, que tampoco hay que exagerar que uno se pierde cosas cada minuto que pasa.
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