Fernando Ramos
La manipulación política de la denuncia contra Suárez
Felipe González le ha dicho ayer públicamente al fiscal general que él, si estuviera en su lugar, dimitiría. No es un consejo extremo ni rimbombante. Es una piadosa sugerencia que se le propone a un ciudadano en previsión de lo que pueda venir, porque lo que puede venir, a pesar de lo que vuelque por su boca el ministro de Justicia puede ser mucho peor, y si el fiscal investigado dimite hoy y luego se demuestra su inocencia estará listo para salir a flote, y si es culpable ya habrá pasado el trago, podrá escabullirse y se le perderá en poco tiempo el rastro para que no de vergüenza y no meta al país en un lío morrocotudo.
Es verdad, también hay que decirlo, que no tiene estricta obligación de hacerlo. La presunción de inocencia le preserva de este trance y el fiscal se ha empeñado en respetar a rajatabla ese principio que, en efecto, define, determina y construye todo el armazón del ordenamiento jurídico que nos ampara. Sin embargo, desde el punto de vista ético tiene la obligación de abandonar su cargo hasta que no exista sombra alguna de sospecha de su comportamiento y regrese a sus funciones con la cabeza muy alta, no porque lo diga el Gobierno que lo considera cosa suya, casi una propiedad y hay que preservarla,–“mi fiscal” como dijo hace unos días el presidente Sánchez- sino porque los mismos tribunales a los que el personaje sirve desde su más alta instancia han considerado que no es culpable de los delitos que se le imputan y, por tanto, vuelve a ser un ciudadano respetable. Hoy no lo es. Es inocente porque existe la presunción de inocencia para él y para cualquier otro investigado, pero es un imputado cuya actitud incita a un juez –nada menos que del Tribunal Supremo que es quien puede juzgarlo- a sospechar que puede existir mala práctica en su trabajo. Un fiscal bajo sospecha es un elemento que produce entera desconfianza.
Otra cosa es un ministro de Justicia que no ha entendido lo que implica su condición y no sabe ni quiere respetarla. Félix Bolaños es tan ministro del fiscal imputado como del juez que ha observado signos de delito en sus acciones. Por lo tanto, su obligación es la equidistancia y el silencio como contribución de valor al ejercicio del Derecho y la independencia de sus profesionales. No creo que el juez Hurtado disfrute mucho observando cómo el ministro que ha de protegerlo le acusa de ser un mercachifle, partidista y tramposo.
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