Fernando Ramos
La manipulación política de la denuncia contra Suárez
Nos hemos acostumbrado a una coreografía curiosa a la par que preocupante: el Gobierno de España no cumple ninguna de sus obligaciones, ni las domésticas ni las internacionales. En la arena foránea estamos asistiendo a la enésima confirmación de que nos estamos convirtiendo en una indecencia bananera al más puro estilo de Caracas. Este gobierno no paga lo que debe y los tribunales de arbitraje ya nos tienen, de manera vergonzosa, en el punto de mira.
Todo viene al hilo de los recortes retroactivos de primas a las energías renovables que se hicieron antaño. Muchas compañías nos denunciaron y, ahora, afloran las sentencias como setas. Nuestro gobierno declama épica climática en prime time, la prensa afín acompasa el aplauso, y luego, en la letra pequeña de la realidad, aparecen contratos, arbitrajes y sentencias. Allí no valen los relatos, valen las obligaciones. Y, cada cierto tiempo, algún tribunal internacional recuerda que las promesas se cumplen y que la seguridad jurídica no es un accesorio estético, sino un pilar: si se rompe, se paga… o se embarga.
España acaba de encajar la quinta derrota seguida en los Estados Unidos. Una magistrada ha validado la reclamación de un laudo del CIADI a favor de la empresa Cube Infrastructure por unos 40,2 millones de euros entre indemnización, intereses y costas. Cinco a cero, mismo campo, misma alineación perdedora. Y con la puerta entreabierta a embargos de activos si el Gobierno persiste en la estrategia okupa del impago.
No hablamos de un accidente esporádico, sino de un modus operandi judicial. Antes cayeron otros casos -Antin, RREEF, InfraRed, Eurus- que desmienten la cómoda coartada de un Gobierno que no paga ni al lechero. La consecuencia es demoledora para la reputación del país: más de dos docenas de laudos impagados, rozando los 1.500 millones en principal y cientos de millones en intereses y costes añadidos. Y los embargos ya no son una amenaza retórica: desde bloqueos de pagos a medidas sobre inmuebles públicos, el bochorno es contante y sonante.
El fondo del asunto es simple: seguridad jurídica. Si el Estado cambia reglas con efectos retroactivos y, cuando pierde, no paga, envía una señal inequívoca al mundo inversor: España es un riesgo regulatorio claro. Eso se traduce en una financiación más difícil y proyectos que migran a jurisdicciones donde los gobiernos no improvisan a golpe de eslogan. La transición energética no se sufraga con pancartas, sino con confianza; y la confianza se construye cumpliendo contratos y respetando sentencias, también cuando molestan políticamente.
La incoherencia alcanza tintes grotescos: el mismo Ejecutivo que presume de “liderazgo verde” ha perfeccionado una diplomacia del impago que ahuyenta el capital que necesita para su propia agenda climática. Después llegarán las lamentaciones. ¿Cuál es la solución? Dos caminos tan prosaicos como eficaces: pagar lo que se debe o pactar acuerdos razonables y dejar de cavar el hoyo en el que nos vamos a enterrar.
La vergüenza no es perder pleitos; la vergüenza es normalizar una política pública infame y hacer como si no pasara nada. Un país serio corrige, cumple y paga. Un país folclórico hace lo contrario. Resulta desolador ver en qué nos estamos convirtiendo. Ya va tocando abandonar la pose y volver a lo esencial: seriedad y seguridad jurídica. Porque sin eso, este esperpento de país no es más que un meme. Un carísimo eslogan con intereses de demora.
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