Marcionitas

Publicado: 07 dic 2025 - 02:00

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Opinión. | Atlántico

Un conocido escritor y académico comentaba recientemente: "A mi hija, que no es creyente, le hice estudiar religión, porque, si no, no puede entender el mundo en el que vive". Me parece una declaración interesante. El estudio de la religión cristiana, y en concreto del catolicismo, resulta esencial para comprender la historia y la cultura en la que estamos inmersos.

No se puede, por ejemplo, visitar de modo consciente el Museo del Prado si se desconocen los principales pasajes de la Biblia, la vida de los santos más destacados o las celebraciones que jalonan el calendario litúrgico. En esa pinacoteca uno se topará, entre otras maravillas, con La Anunciación de fra Angelico, con el Descendimiento de Rogier van der Weyden, con la Adoración de los Magos de Hieronymus Bosch, con La Última Cena de Leonardo da Vinci, con la Crucifixión de Diego de Velázquez o con la Asunción de la Virgen de Bartolomé Estaban Murillo. Es un hecho incontestable que la mayor parte de nuestro patrimonio histórico-artístico está inspirado por la fe. Desconocer la cosmovisión cristiana equivale a vivir en una ceguera que impediría descifrar el significado de tanta riqueza.

Y añadía el famoso escritor y académico: "Yo creo que todo ser humano occidental, Oriente es otra cosa, y no me meto en ese jardín, debe leer la Biblia entera, incluidos los evangelios”. También es fácil concordar con esta opinión – quizá no tanto con la exclusión de Oriente, ya que buena parte de Oriente tiene también raíces bíblicas y cristianas -. No podemos olvidar que el cristianismo se comprende a sí mismo como basado en la revelación divina; revelación de la cual la Escritura unida a la tradición de la Iglesia es el principal testimonio.

Sin embargo, el reputado escritor y académico, en sus divagaciones sobre la Biblia, no se priva de expresar un punto de vista del que discrepo completamente: “El Dios de la Biblia es un Dios terrible, vengativo, cruel, implacable. Después llega Jesucristo y ya lo pone bonito”. La revelación divina es progresiva, se va adaptando poco a poco a las posibilidades de comprensión de sus destinatarios y, ciertamente, llega a su plenitud en Jesucristo. No obstante, es erróneo contraponer la imagen de Dios que proporciona el Antiguo Testamento a la enseñanza de Jesucristo. En el libro del Éxodo, corazón del Antiguo Testamento, leemos: “Señor, Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad”. Y el profeta Oseas, también veterotestamentario, dedica todo el capítulo once de su libro a hablar sobre el corazón de Dios. Se trata de un texto en el que la autotrascendencia del Antiguo hacia el Nuevo Testamento resulta muy evidente. Dios decide, a pesar de no ser correspondido por el pueblo, no retroceder en su amor: “Mi corazón está perturbado, se conmueven mis entrañas. No actuaré en el ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraín, porque yo soy Dios y no hombre; santo en medio de vosotros y no me dejo llevar por la ira”.

Seguramente el célebre escritor y académico sabe que, en su negación de la unidad de toda la Escritura, oponiendo Antiguo y Nuevo Testamento, coincide con un famoso hereje del siglo II, Marción, quien distinguía entre el Dios benévolo y Padre de Cristo, que salva libremente y por amor, del Dios del Antiguo Testamento, señor de este mundo al que somete mediante el temor y la ley. La Iglesia cristiana rechazó esta doctrina profundamente antijudía y defendió la complementariedad entre ambos Testamentos, ya que la Antigua Alianza no ha sido revocada. Según un viejo adagio, el Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo, mientras que el Antiguo se hace manifiesto en el Nuevo: “Novum in Vetere latet et in Novo Vetus patet”.

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