Opinión

La Eucaristía, compendio y suma de nuestra fe

Es muy interesante seguir la reflexión teológica en torno a “la esencia del cristianismo”. Un debate que ha estado presente a lo largo de la historia y que se ha acentuado, si cabe, en el pensamiento contemporáneo. Baste mencionar algunos nombres bien conocidos: Schleiermacher, Feuerbach, Harnack, Barth, Guardini, Bonhoeffer… E incluso Miguel de Unamuno, quien aborda en su obra “Del sentimiento trágico de la vida” lo que él llama “la esencia del catolicismo”.

No por casualidad vincula, el filósofo español, esta “esencia” con la Eucaristía y con la inmortalidad: Al dogma central de la resurrección en Cristo y por Cristo “corresponde un sacramento central también, el eje de la piedad popular católica; y es el sacramento de la Eucaristía. En él se administra el Cuerpo de Cristo, que es el pan de la inmortalidad”.

La Eucaristía está asociada a la esencia de lo cristiano. El “Catecismo de la Iglesia Católica” dice que este sacramento es “el compendio y la suma de nuestra fe”. Todo está ahí resumido y explicado. Hasta la misma lógica de lo cristiano, tal como expresaba magistralmente san Ireneo de Lyon: “Nuestra manera de pensar armoniza con la Eucaristía, y a su vez la Eucaristía confirma nuestra manera de pensar”.

La lógica de lo cristiano es sacramental y paradójica. Sacramental, porque lo invisible se hace presente en lo visible, y paradójica, porque es aparentemente – solo aparentemente – contradictoria. El cristianismo habla, nos recuerda el teólogo Bert Daelemans en un reciente ensayo (“La fuerza de lo débil. Paradoja y teología”, Sal Terrae, Maliaño 2022), de “la plural unidad” de la comunión, de “la inmanencia trascendente” de la creación, de “lo concreto universal” de la encarnación, o de “la entrega vivificadora” de la resurrección.

Chesterton decía que el cristianismo siempre odió la evolución del negro hacia el blanco que se resuelve en un gris sucio: “Como regla general, el cristianismo ha procurado mantener dos colores coexistentes, pero siempre puros. No se trata de una mezcla de tintes como el bermejizo o la púrpura”.

La Eucaristía es sacramento y paradoja, signo visible de la gracia invisible y desafío permanente a la “opinión común”: “Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida”. Muchos de sus discípulos, al oírlo, dijeron: “Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?”, recoge el evangelio según san Juan.

Es compendio y suma. O, como decía Benedicto XVI, la Eucaristía “es el corazón de la Iglesia y de la vida cristiana”, el mayor don del Corazón de Cristo. Todo está sintetizado en la Eucaristía: La creación y la historia de la salvación, la memoria y la esperanza, la acción de gracias y el sacrificio, el memorial de la Pascua y la presencia del Señor, el banquete pascual y la prenda de la gloria futura: “Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida; se celebra el memorial de su pasión; el alma se llena de gracia, y se nos da la prenda de la gloria futura”, reza una antigua oración.

La lógica de la eucaristía vertebra no solo la estructura del pensar cristiano, sino que da forma a toda la vida cristiana; al pensar, al hablar y al actuar en el mundo: “el misterio «creído» y «celebrado» contiene en sí un dinamismo que lo convierte en principio de vida nueva en nosotros y forma de la existencia cristiana. En efecto, comulgando el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo se nos hace partícipes de la vida divina de un modo cada vez más adulto y consciente”, escribe Benedicto XVI.

Desde esta perspectiva, se entiende que el Concilio Vaticano II haya llamado a la Eucaristía “fuente y culmen de toda la vida cristiana”, porque expresa el inicio y el cumplimiento del “culto razonable”, del que habla san Pablo en la Carta a los Romanos, y que abarca la ofrenda total de uno mismo en comunión con toda la Iglesia: “El culto agradable a Dios se convierte así en un nuevo modo de vivir todas las circunstancias de la existencia, en la que cada detalle queda exaltado al ser vivido dentro de la relación con Cristo y como ofrenda a Dios”, añade Benedicto XVI.

Compendio y suma. Fuente y culmen. Esencia viviente y paradójica de lo cristiano. Y también “viático”, alimento que sostiene nuestras fuerzas en la peregrinación de la vida; el pan de la inmortalidad evocado por Unamuno.

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