Fernando Ramos
La manipulación política de la denuncia contra Suárez
Del 25 de abril al 26 de junio de 1945 se dieron cita en San Francisco los cincuenta países que, al darse la Carta de las Naciones Unidas, iniciaron el marco de Derecho Internacional que el mundo ha conocido durante ochenta años, y que ahora está a punto de saltar por los aires a causa de la administración Trump. Los delegados ya estaban en la ciudad californiana cuando Hitler se suicidó en el búnker de la cancillería, el 30 de abril. La capitulación japonesa no llegaría hasta septiembre. Nadie era ingenuo, todos sabían que el mundo de postguerra iba a seguir sometido a los intereses, cuando no a los caprichos, de las grandes potencias que resultaran vencedoras, y entre ellas había una dictadura tan terrible como el Reich de los mil años que estaba sucumbiendo en Europa: la Unión Soviética. Pronto hubo una primera prueba en la Península de Corea. Por primera y única vez las tropas de las Naciones Unidas, como tales, se enfrentaron al enemigo comunista que, sin embargo, formaba parte de la joven ONU. Esa esquizofrenia se saldó con un armisticio que dura hasta hoy y con una inmensa diferencia de libertad y prosperidad -que siempre van de la mano- entre el Norte comunista, prorruso y atrasado, y la pujante y vanguardista Corea del Sur, uno de los mejores países del mundo actual en todos los aspectos.
Sí, la ONU iba a ser lo que su nombre indicaba: una unión que pusiera freno a las ambiciones territoriales de unos y otros, que afianzara el derecho de autodeterminación y resolviera los conflictos en los despachos y no en los campos de batalla. Pero la guerra de Corea echó un primer jarro de agua fría a los partidarios de un mundo pacífico, en libertad y dotado de un Derecho Internacional realmente efectivo. A partir de entonces, las nobles aspiraciones de 1945 se vieron constreñidas por numerosas ataduras. Una de las peores ha sido la entronización de un absurdo Consejo de Seguridad que hoy no tiene ya razón de ser. Si el criterio era la capacidad bélica nuclear, la tienen ya varios países que no son miembros permanentes. Si era la demografía, faltan India, Brasil o Indonesia. Si era la pujanza industrial, hubo que hacer aparte un G7 porque faltan países como Alemania o Canadá. Pero la capacidad de veto del Consejo de Seguridad ha seguido disminuyendo el alcance de la Asamblea General, que dicta en balde infinitas resoluciones cuyo posterior cumplimiento nadie garantiza.
Con todo, la Carta de San Francisco fue uno de los momentos de gloria estelar de nuestra especie, cuando los representantes de todo el mundo -España no, Franco era un paria y lo tenía merecido- decidieron, al menos sobre el papel, establecer un orden mundial basado en normas civilizadas. Y, a pesar de todo, no es despreciable ni descartable en su conjunto lo conseguido desde entonces. Ha sido escaso, pero mucho mejor que nada. Mucho mejor que el orden que ahora se perfila, basado en las tesis de Aleksandr Dugin en su Cuarta Teoría Política, o de la escuela llamada “realista” en Geopolítica, encabezada por pensadores radicalmente contrarios al liberalismo, como John Mearsheimer. Al menos había una legalidad. Al menos había un marco formal de Derecho que, teóricamente, todos se comprometían a respetar. Y en muchos casos fue así. Por ejemplo, no pudo la ONU evitar la ocupación del Sáhara Occidental, pero sí pudo revertir la de Timor Oriental. En el haber de la ONU está haber gestionado noventa procesos de descolonización, en general de manera correcta. En el debe se encuentra haber recibido a la China totalitaria, no sólo como país integrante en detrimento de Taiwán, sino incluso como miembro permanente del Consejo de Seguridad y con derecho a veto. Valía más un Derecho Internacional agridulce, mal cumplido y constantemente retado por los poderosos, que la nada absoluta a las que nos encaminan resueltamente personajes deleznables como Putin y Trump.
Estamos ante el fin del Derecho Internacional y de los organismos mundiales de carácter multilateral a los que dio origen a partir de 1945. Estamos de vuelta en Yalta, pero ahora sin Europa. La destrucción del marco ONU deja fuera de juego a nuestras dos potencias nucleares, Francia y Gran Bretaña. No hay derecho a que no haya Derecho, no hay derecho a que Trump coquetee con anexionarse Groenlandia, Canadá o el Canal de Panamá, o quiera ahora deshacerse de Puerto Rico pese a la ciudadanía estadounidense de los isleños, y “no pase nada”. No hay derecho a que Rusia pueda consolidar sus conquistas brutales o China lanzar una posible agresión a Taiwán sin la menor traba jurídica. No hay derecho a que ya no haya Derecho Internacional. Es, sencillamente, volver al escenario de un mundo devastado por el totalitarismo, el mundo pre-1945. Y todo está conectado: menos Derecho en ese terreno es también menos Derecho y menos libertades incluso en el seno de cada país. Millones dependen del sistema de tratados que la humanidad quiso darse en San Francisco, papel mojado ya por las aguas menores que sobre él vierten ahora los hegemones, los bullies, los matones, los Vladimir Putin, los Xi Jinping, los Donald Trump.
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