Fernando Ramos
La manipulación política de la denuncia contra Suárez
Si hay algo que define el carácter del español por antonomasia es la envidia. Ese sentimiento putrefacto que te invade, que te infecta y hace que el rencor supure por cada uno de los poros de tu piel. Esa sensación de inferioridad que te lleva a odiar sin compasión al que ha tenido más suerte, al que vive en mejores condiciones o, simplemente, al que es mejor. En el fondo, la masa no es capaz de admitir que hay gente que aporta más a la sociedad. Consideran, sin embargo, que esa gente cuenta con privilegios por haber esquilmado al resto de ciudadanos. Jamás admitirán que estas personas son, directamente, más valiosas. Todos tenemos la misma dignidad, pero no todos aportamos lo mismo.
Cuanto menos hayas aportado a la sociedad, más grande será tu envidia y tu ira. Tirado en el sofá de tu casa, mientras tuiteas soflamas anticapitalistas y denigras a los empresarios de este país, que son los que te dan de comer. Incapaz de asumir riesgo alguno en tu vida, te limitas a atacar a aquellos que sí han tenido la valentía de hacerlo. Cuanto mejor les vaya, más les odias, síntoma inequívoco de tu absoluta mediocridad. Conviertes en hombres de paja a héroes como Amancio Ortega o Juan Roig, que nos visten, nos dan de comer y hacen donaciones millonarias que mejoran el bienestar de las personas. ¿Qué has hecho tú por la sociedad? ¿Cuántos puestos de trabajo has creado en tu vida? ¿Cuántos millones has donado? ¿A cuánta gente has ayudado?
Decía Marx que la burguesía no abolió los antagonismos de clases, sino que sustituyó las clases antiguas con nuevas. Hoy asistimos a la nueva lucha de clases: la clase de los caraduras contra la clase de la gente honrada. La clase de los que creen que tienen derecho a ocupar las viviendas de otros, las tierras de otros o el esfuerzo de otros para vivir de la forma más ruin que puede vivir un ser humano: parasitando el trabajo de sus congéneres.
Hablando de parasitar, el otro día aparecía en su canal televisivo el otrora vicepresidente del Gobierno, ahora metido a tabernero, Pablo Iglesias. Lo de la taberna le honra, por fin hace algo útil a la sociedad, será el mercado el que decida si sobrevive o no. En su pueril arenga habitual nos invitaba a todos a comprar aceite de la cooperativa de Marinaleda. Ya saben, esa localidad andaluza paradigma del perroflautismo donde uno puede invadir fincas ajenas, asaltar supermercados o agredir impunemente al que no piense como ellos.
En el régimen totalitario del pretérito camarada, Sánchez Gordillo, cultivan aceitunas en un terreno usurpado a sus legítimos dueños. Un latrocinio avalado por la casta política del PSOE andaluz, que legalizó ese expolio hace décadas. Es el paraíso marxista en la tierra, un koljós soviético dirigido con mano de hierro por un sindicato que decide quién trabaja y quién no. La muestra viviente del servilismo propio del socialismo, en toda la extensión de la palabra.
Allí producen aceite, que ahora nos quiere vender el Marqués de Galapagar a la insignificante cantidad de 8,9 € el litro. Aceite del pueblo, hecho por el pueblo, para el pueblo…pero que el pueblo no puede pagar. Es muy llamativo que una cooperativa comunista, que no tiene costes de la tierra (porque la han ocupado) vende aceite un 60% más caro que el malvado capitalista Juan Roig. ¿Dónde estarán esas famosas plusvalías explotadoras que comentaba Marx? Desde luego, no en el Mercadona.
La nueva lucha de clases. La clase de los comunistas con chalet, que viven en una de las zonas más exclusivas de Madrid, en una vivienda que usted jamás podrá tener, pagada con dinero vaya usted a saber con qué origen. Esa gente con múltiples propiedades y una renta muy superior a la media que hacen crowdfunding para ampliar la taberna y seguir luchando contra el fascismo capitalista mientras promocionan un aceite que poca gente en España puede comprar. La clase de los caraduras. Pan y circo, que al menos no gobierna la derecha.
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