Opinión

Malditos bastardos

La filosofía de Hobbes confiaba al contrato social el control de la maldad natural del hombre. Solo el Estado podría socializar al individuo malo y egoísta por naturaleza, preocupado esencialmente por su propia conservación y alejado de moralidad alguna. Las múltiples corrientes de pensamiento que defienden la bondad innata del ser humano, no pueden negar que la maldad existe y se prodiga a la menor oportunidad, en cualquier parte. Es evidente que a algunos la socialización les es indiferente, ni siquiera les roza.
¿Es usted un demonio?, preguntaron. Soy un hombre. Y por lo tanto tengo dentro de mí todos los demonios. La frase de Gilbert Keith Chesterton, deja poco margen para la tranquilidad y la esperanza de recuperar el control de la propia vida tras una relación marcada por la violencia de género. Muchos de esos demonios nunca abandonan al maltratador y alimentan el rencor y el odio de quien se siente traicionado. 
No alcanzo a medir el sufrimiento, pero pocas cosas me parecen tan insoportables como la angustia de una madre cuando teme por la integridad o la vida misma de sus hijos, amenazada por quien solo es padre en un libro de familia que no merece, o ex-pareja que impone el ejercicio del derecho inexistente a retener a una mujer e hijos que considera su propiedad. Una angustia que se aferra a las entrañas y que, por desgracia, a veces precede a un dolor indescriptible, insoportable, cuando la bestia irracional herida materializa su venganza buscando el placer o la calma en el sufrimiento de quien desprecia su posición de macho dominante.
¿Cómo superar el miedo a dejar en manos de quien sabes que no puedes confiar, a un niño o niña que, muchas veces, te suplicará no alejarse de tu lado, porque no se siente seguro? ¿Cómo olvidar sus lágrimas, su miedo? El tiempo se hace más  relativo que nunca y esas horas se vuelven infinitas y asfixiantes. Admiro el valor inmenso de las madres y de los menores que asumen con resignación y entereza una situación que les ha tocado vivir por el mero hecho de unir un día sus vidas con la persona equivocada. La verdadera fuerza, está en esas madres y en esos niños y niñas.
Es difícil conjugar la protección de los hijos con el derecho de los progenitores a su custodia compartida o al mero hecho de participar en sus vidas. Es la Justicia quien debe valorar y tomar las decisiones más adecuadas, que nunca serán fáciles y -lamentablemente- en ocasiones equivocadas. En cualquier caso, es imprescindible alejar a los pequeños de quienes ha quedado probada su conducta violenta, y tener en cuenta la opinión del menor. Los niños siempre dicen la verdad, aunque duela. Los profesionales competentes dirimirán la causa de por qué el hijo o hija no quiere estar con su padre o madre, pero debe respetarse su opinión, por convicción o por precaución. No reconozco el derecho al ejercicio de una paternidad a la fuerza, como no acepto tampoco que la familia es necesariamente lo primero. Recuerdo a unos ancianos del rural gallego a quienes su hijo les maltrataba y les preguntaron -como queriendo que asintieran- si a pesar de todo querían a la sangre de su sangre. Dijeron que "cómo le vamos a querer, si nos pega".
De ningún modo quiero generalizar, ni banalizar sobre un tema que es un drama y a menudo un callejón sin salida. La referencia a los padres, progenitores masculinos, tiene su justificación en su protagonismo en la abrumadora mayoría de los casos de violencia de género. La reflexión no está dirigida a todos esos padres que luchan por sus hijos e hijas desde el cariño y los mecanismos legales, sin machismo, sin ira ni deprecio y que en no pocas ocasiones encontrarán muchos obstáculos por culpa de convencionalismos sociales ganados a pulso por el hombre. Estas líneas están dirigidas concretamente a todos esos malditos bastardos que quieren poseer y someter y que son causa de la desgracia de quien desea pasar página y vivir en libertad. Esos malditos bastardos, que, lejos de tener el valor de apartarse y respetar, abrazan la cobardía como madre de la mayor crueldad. 
 

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