ESPAÑA

Dicen que Galicia

Los patos este verano bajan tanto que parece que están deseando alejarse del agua dulce y los juncales y echarse a beber

 

Las piernas colgando a babor. Noto las suaves caricias del agua de la ría, densa como aceite. Y la madera astillada me araña la piel. Está el cielo como un poema tardío de Rosalía. No llega a llover, no brilla el sol. Una bruma se cierne desde la orilla. Todo en silencio, menos los planchazos del agua bajo la panza del bote, en su monótono vaivén en los plácidos rizos del agua. Tira el cabo del rizón de la proa y vuelve aflojar. Pelea con la marea con desdén. Viene tempalda la marea. Los veleros en la costa asturiana ya miran al Eo, que se desagua lentamente en el Cantábrico. En la ribera gallega aún no se han decidido, haciendo honor a los clásicos, y en el entretanto cortan tan mal las olas que se atreven a llegar al puerto que parece que van a volcar. Festival de percusionistas en los pantalanes, en el cielo de los palos.
Los patos este verano bajan tanto que parece que están deseando alejarse del agua dulce y los juncales y echarse a beber al mar. Tal vez quieran verse con los cormoranes, que rastrean la superficie hacia mar abierto a gran velocidad. Siempre llegan tarde a algún sitio. Una pequeña cala de lodo y piedras y varias parejas de ánades reales, que son la clase de pato que quedaría genial paseando por un salón de los 60. Su delgado collar blanco, su pecho casi rojizo, el pico amarillo, y la cabeza del color del fondo de la ría, ese verde que sueña con ser azul cuando la tarde se recoge desde el faro. 
Supongo que esta es la clase de calma que inquieta al turista. Yo podría permanecer aquí toda la vida. Los pies en el mar, la espalda amoldándose a los surcos de la madera del bote, y en el aire una mezcla sabrosa de salitre y gasolina. Al sur, una peña asoma en la ensenada asturiana. La han conquistado varias garzas reales, que adornan la tarde con su porte elegante e inconfundible. A sus pies, como sirvientes azorados, pequeñas limícolas corretean nerviosas, volteando conchas. No levantan su pico de la roca, ni de la arena de las calas. Sus alteradas carrerillas y su impetuoso movimiento de pico contrasta con la belleza lenta de las garzas, que otean el horizonte sin prisa, esperando que el día se ponga por donde quiera. El vientecillo de las siete desordena su penacho negro sin que eso les haga baja la mirada, que se enfrenta a la brisa que trae en brazos a la luna.
Es fiesta en Galicia cuando escribo estas líneas. Es fiesta en España. Tal vez por eso rompen cohetes sobre los pueblos, se encienden ya los fuegos de los calderos de pulpo en los puertos, y el mar está así, cruzado de brazos, regalando calma a los que hemos decidido que cuando la tierra se retuerce de dolor, lo mejor es echarse al mar. Desde este lado de la frontera, Galicia se muestra llena de Asturias. Aunque hay una magia triste y feliz, inexplicable y paradójica, que se alza sobre esos tejados grises, vestidos de musgo todo el año, y las paredes blancas desconchadas de las casas de la orilla. 
Veo como gira la noria de la vida desde este lado. Hace ahora un año que escapé al tren maldito, a la curva de Angrois, sabe Dios por qué. Y hoy Galicia se viste luto y llora a sus muertos, que es algo que nadie sabe hace mejor que un gallego. Y entretanto no cesa la fiesta del Apóstol, porque esta tierra se ha vestido de luto tantas veces, que se ha labrado en el alma una coraza a la medida de las cosas de la vida, por lo que pueda pasar. Como gallegos, nacemos y morimos siempre entre versos dolientes. Grises y elegantes como el cielo que se acerca a esta hora, como una gran lengua de melancolía desde la garganta de la montaña hasta el mar. 
Brillan las galerías en las casas asturianas y su reflejo se desliza entre las olas hasta la proa. El sol, ya muy bajo, ha encontrado una grieta por la que salir a besar la tierra de la sidra, a esta hora en la que poetas y borrachos se olvidan de pagar la cuenta.
Se acerca un catamarán holandés. Rubios y arrugados, con sus jerséis de listas azules y blancas, sus relojes caros, y sus pantalones cortos. Discretos, surcan el agua de puntillas. Vuelven a puerto después del recreo en este plato de tranquilidad. Su casita alquilada, sus noches de hotel, o sus quince días de vida gallega durmiendo en puerto, mientras los mil brillos de la luna se rompen entre la mar picada y salpican el techo del camarote de pequeños peces de plata. En esa morriña que les resulta ajena pero les invade sin saber por qué, se ven reflejados todos los viajeros que desde hace meses engrosan las cifras de este balcón cantábrico, y que está bendiciendo también con su favor a los hosteleros de las Rías Bajas. Y se entiende bien desde aquí.
Dicen que como en Galicia, en ningún lugar, y es cierto. Por algo que no puedo escribir, mientras floto en un trozo de madera en la frontera más nuestra, por ser la más confusa de todas. En este rincón de España en el día del patrón, vibra en tierra la melodía triste y alegre de una gaita. El vapor de los calderos de pulpo se adueña del paisaje. Y despierta despacio la noche, que llegará queda y suave, tan amantada como está de niebla. 
Es hora de volver a puerto y no sé, tirando del cabo me siento arrancando un trozo de alma. Es duro el arañazo. Es difícil despedirse cuando nada urgente espera, cuando la prisa ha dado una tregua, cuando la calma se empeñado en anestesiarnos. Volver, sí, para volver a volver. Que dicen que Galicia siempre espera. 
Suelto amarras y dejo flotando media vida, y la tierra me espera con su nervio atenuado. Con sus bailes y cohetes de feria. Y con las familias desfilando hacia la iglesia, donde se celebra hoy a Santiago Apóstol. Aquel que, compostelano, conserva en sus hombros el recuerdo de los abrazos que el invierno nos obligó a darle. Como cada año. Al volver a puerto, nos espera, para siempre. Que esta tierra es mucho más que un lugar de paso. Al fin, a Galicia no se viene de vacaciones. Se viene a volver a vivir, a ver la vida desde el bote de la calma, a esa hora en que las garzas se recogen ría arriba. 

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