verano

El espíritu castrexo regresó un año más al monte Santa Trega

En la cumbre, la alegría se desata, con la fiesta a pleno rendimiento, con los bombos sonando y los peñistas dejándose ver.
photo_camera En la cumbre, la alegría se desata, con la fiesta a pleno rendimiento, con los bombos sonando y los peñistas dejándose ver.

Miles de romeros y los integrantes de las peñas protagonizaron la subida más esperada de las fiestas grandes de A Guarda 

 Los espíritus de los castrexos descendieron ayer una vez más a la villa. Una llamada que se descubrió hace 103 años y se repite desde entonces obligando a los guardeses a volver al mítico monte. Y lo hacen dejando huellas invisibles de sus pasos sobre el asfalto que serpentea la ladera del Trega a lo largo de 4,5 kilómetros, o apoderándose de los atajos. Se asciende sin prisas, en ocasiones con alguna pausa: hay toda una jornada por delante. 
Este año el alba de los romeros se despertó con una densa niebla sobre la villa, pero la cumbre, que no era posible ver, se perfilaba sobre un fondo azul. 
No han dejado de sonar cajas y bombos, mientras se asciende, que ahogan los rumores de eucaliptos y pinos que, finalmente, callarán ante el atronador futuro inmediato que comenzará después del mediodía con la Xura de la pionera de las bandas: la Banda Negra, en su altar; allí donde el antiguo y pétreo púlpito da nombre al lugar.
Después viene el xantar. Despensa de múltiples aromas y arrecendos de vino que compiten con el mejor restaurante: ensaladas, salpicones, mariscos variados, la omnipresente empanada, bistecs empanados, tortillas, aunque también hay quien se conforma con un enorme bocadillo. Postres de todo tipo: caseros y “por encarga”, café y licores con amplio surtido.
Tras el xantar, toca “desmoer”. Se hacen claros donde antes había manteles y comensales, porque estos van en busca de las bandas, que se encontrarán en el lugar donde los integrantes de las mismas xuran y “troulan”. Cada banda tiene establecido, desde su creación, su lugar sagrado. De nuevo el Púlpito, el entorno de la ermita de Santa Trega, el Palco, la parte baja del Facho, los alrededores más próximos al Museo, la Plaza de Ordóñez o la de la Sociedad Pro Monte, son algunos de los escenarios elegidos por las distintas bandas para la Xura, ese ritual con el que los integrantes de las bandas renuevan su compromiso de fidelidad con aquella a la que pertenecen. La Xura se repite en cada banda. Al son atronador de cajas y bombos el que jura sube a un alto, alza el garrafón, de tinto, porque el vino ha de ser tinto, y se juntan las bocas, con un beso sensual que quiere, en ocasiones ser eterno. Hay quien jura recordando al amigo que se fue y pierde la mirada en la inmensidad azul (o gris); el que lo hace porque pudo volver “á nosa festa”; el que jura para repetir el año que viene otra “xura máis”. El que lo hace por un amor, por la tierra que le acoge, el que jura en silencio, el que no jura, pero bebe. 
Que nadie se engañe. También los más pequeños de las bandas juran, pero “con trampa”: se le pone la mano en la boca y se vierte el vino tinto sobre la mano con la que se enjuga el rostro del niño o se llena su garrafón de... cocolaca. Todos han de pasar por la Xura.
Pasada la media tarde, cuando la brisa del mar avanza por la ladera, los romeros y las bandas, se disponen a abandonar la parte más alta del Trega, que no el Monte. A doscientos metros de la villa se ha de seguir troulando. El escenario se traslada al Parque do Cancelón-O Montiño donde siguen sonando cajas, tambores y gaitas. Los manteles y mantas parcelan los suelos y sobre ellos, los sobrantes del xantar. Y cuando las sombras comienzan su imperceptible descenso, que se va opacando con las horas, llega el momento de, ahora sí, abandonar “o Monte”. Es A Desfeita: el adiós a otro año que congregó a miles de romeros en un monte con valores arqueológicos, paisajísticos, históricos y sentimentales, que inician A Baixada. n

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