El dulce sueño del secretario general del Ayuntamiento de Vigo
Episodios vigueses
Para los periodistas que cubríamos la crónica municipal su cara en los plenos era un referente ante las burradas que decían los concejales que él debía atajar
Los sábados por la mañana, durante su mandato (1974-1978) el alcalde Joaquín García Picher, que ha sido el más trabajador de los primeros ediles que ha tenido Vigo, nos convocaba a los medios para analizar cómo iba la ciudad. En la reunión estaban presentes, por su fuera preciso que aportaran algún dato, los principales funcionarios municipales, entre ellos, el secretario general Francisco Suárez Morán. En la foto de Llanos que reproducimos se aprecia como duerme dulcemente mientras el alcalde nos da cuenta de sus gestiones. Don Francisco era una excelente persona y un trabajador nato. Llevaba en el cargo desde abril de 1967 y llegó a Vigo desde el ayuntamiento de Pravia donde estuviera 22 años. Para obtener la plaza de Vigo hubo de ganar el preceptivo concurso. Su llegada puso fin a dos años de interinidad, cesando en este cometido el que lo venía ejerciendo, el Oficial mayor Juan Ramón García Rollan.
Para los periodistas que cubríamos la crónica municipal su cara en los plenos era un referente ante las burradas que decían los concejales que él debía atajar, si el alcalde no lo hacía, como la de tomar acuerdos que suponían gastos sin tener la previa consignación y cosas parecidas. Tenían un especial sentido del humor y ya he referido alguna vez lo que dijera en aquellos tiempos en que Manuel Soto era alcalde de la ciudad, sin haber ganado propiamente las elecciones, sino por las mismas componendas que hacen hoy presidente del Gobierno a Pedro Sánchez.
A Suárez Morán le tocó vivir la etapa histórica del final del franquismo y la primera fase de la democracia. Hombre de notable inteligencia y cáustico sentido del humor, nos legó frases y momentos entrañables en las etapas de los alcaldes Antonio Ramilo, Joaquín García Picher y Manolo Soto. En este último tiempo, a comienzos de los años 80, solía decir que, desde su experiencia, cada corporación que había conocido era peor que la anterior, pero que la del compañeiro Soto, que se inicia en 1 979, iba adelantada y ya correspondía a la del año 2 050. Este juicio, dada su experiencia, daba la medida de en qué manos estaba la ciudad.
Recuerdo que vivía en el hotel Lisboa (creo recordar que estaba soltero) y era persona muy discreta. En la vieja consistorial, en el reducido salón de sesiones, aparte de la corporación, apenas quedaba sitio para el público los cronistas municipales, que nos colocábamos al fondo del salón frente a los ediles. Fuimos testigos de aburridos plenos, pero de sesiones memorables, cuando en medio de la rutina habitual surgían las voces de alguno de aquellos cuatro valientes que alzaban su voz con argumentos y decisión. Y eso forma parte de la mejor historia cívica de Vigo.
Al repasar ahora mis artículos de viejo cronista municipal descubro momentos especialmente interesantes en la historia de esta ciudad. En ese sentido, en tiempos de Antonio Ramilo, cuando las corporaciones se elegían o nombraban a través de aquel sistema corporativo de los tres tercios del llamado “Movimiento” (familia, municipio y sindicato o corporaciones), hubo cuatro verdaderos mosqueteros, casi todos ya fallecidos, que constituyeron una notable excepción y que animaban con sus intervenciones los plenos municipales, en un contexto que no era especialmente democrático. Me refiero a Pablo Padín, Antonio Alonso, Nieto Figueroa “Leri” y Cameselle. El más arriesgado de todo era, sin duda, Pablo Padín, quien por su formación estructuraba con solvencia sus argumentos críticos. Curiosamente, en un primer momento, Antonio lo nombrara teniente de alcalde, creo recordar que de transportes y comunicación, pero no tardaría en ser cesado a través de un motorista porque no le bailaba al señor alcalde a su ritmo musical. Hay además una historia añadida, cuando Padín descubrió que la empresa suministradora del material de oficina para las dependencias municipales facturaba al Ayuntamiento los bolígrafos al doble de su precio real. Cuando se sometían a aprobación las cuentas, el voto de Padín, tras denunciar el atropello, siempre era en contra. Pero siguieron pagándose a 14 pesetas, bolígrafos que valían 7. Así andaba la cosa.
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