Aquellos consejos de Cunqueiro a los jóvenes periodistas
Recuerdo con verdadera nostalgia las asambleas generales de la Asociación de la Prensa de Vigo en su magnífica sede de la calle marqués de Valladares, cuando luego de solventar los asuntos que nos convocaban, la reunión devenía en agradable tertulia, alrededor de Alvaro Cunqueiro y José María Castroviejo, como ejes principales, mientras nuestro servicio de bar escanciaba generosamente tinto de Barrantes o Albariño de confianza, ad libitum. Eran los últimos años setenta. Un día, Cunqueiro, recordando episodios de su vida de escritor y periodista, nos recomendó a los entonces imberbes que siguiéramos el consejo de Voltaire: “Nunca respondas a la injuria de un imbécil”. Quería decir que nunca se debe dar ocasión de batir su acero dialéctico contigo al personaje que te provoca o que aprovecha cualquier ocasión para pretender que se le otorgue alguna respuesta a sus inútiles pretensiones. Aprendí a completar aquella máxima volteriana en un Tratado de Armas Blancas del Renacimiento, donde se advierte que “caballero no ha de cruzar jamás su espada con la daga de rufián”. O, dicho de otro modo, que determinadas armas, en este caso de la inteligencia, no deben malgastarse y medirse con las de quienes usan la daga bajera emponzoñada, el arma rastrera del gratuito ataque “ad hominen”. Para entendernos, la daga bajera era ese puñal que el malo de las películas de espadachines se seca del cinto para acometer al bueno de un bajonazo, cuando se ve apurado.
A medida que pasan los años, uno se hace más escéptico y más tolerante; pero al mismo tiempo, cuando una cosa no le interesa, no le interesa en absoluto. Además, ¿quién está libre del ataque de un loco? Así que, habiendo tantas cosas interesantes sobre las que poner la vista, confieso que otras tantas me pasan deliberadamente desapercibidas. Es como si uno hubiera desarrollado una especie de antivirus intelectual que criba y aparta lo que no importa en absoluto. Así nos lo enseñó Cunqueiro. En algunas redacciones por las que pasé a lo largo de mi vida profesional teníamos una galería de desquiciados que, por una u otra causa, aparecían en los periódicos. La grafomanía, como la llamaba Balzac, es enfermedad grave, sobre todo cuando denota determinados síntomas de paranoia esquizoide. Era aquel que les cuento un museo de los horrores de “escribidores, polemistas, replicantes y otras especies de tal fauna” que gustaban de merodear por las páginas de los periódicos, porque el papel impreso aguanta lo que le echen. Los clasificábamos, ordenábamos para presentar un informe anual sobre el estado de esta reata. Nunca me sentiría concernido, aunque se me citara, por una sucesión de palabras, cuyo estribo fuese en lugar donde el ser humano, grande o pequeño, se enfrenta a su propia miseria, sea en el invento italiano o el más recio y nacional dispositivo turco. Así que no hay cuestión, porque desde tal púlpito, además con los graves antecedentes familiares que denota, uno no se considera invitado a debate intelectual alguno, aplicando además la volteriana conseja y el renacentista principio.
En aquella galería de tipos raros que les cuento, anotábamos algunos que repetidamente, porque la cosa no era nada original, aludían a los usos que, a su entender, había que darle al papel impreso donde no figuraren ideas u opiniones que no se acomodasen con las suyas. Nihil novum sub sole. Esta obsesión escatológica, esta manía, denota, según bromea un psiquiatra amigo mío, graves disfunciones emocionales, estados de ansiedad o complejos freudianos. Que todo puede ser. Cunqueiro nos lo enseñó en aquella vieja Asociación de la Prensa de Vigo.
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