Vigo, ciudad tiburón
Celebra Pontevedra a través de su eterno gobierno local el anuncio ¿definitivo? del cierre de Ence, su particular bestia negra. Se puede entender. Es una industria antigua, fea, que huele realmente mal y situada en un lugar espectacular, al pie de la Ría, que podría reconvertirse en paseo y playa. Los trabajadores están en plena bronca contra el alcalde ante el anuncio de que en diez años máximo la factoría papelera llegará a su fin y con ello sus empleos y algo más. Porque la clausura supondrá también el fin del sector industrial en la Boa Vila sin que haya alternativa. La consecuencia será ahondar en el plan reductivo pontevedrés para ser una pequeña capital de provincias, con horario de 8 a 15, y que vivirá en exclusiva de los organismos públicos y un comercio de mínimos. Es el modelo de Pontevedra, el que sus vecinos quieren. No el mío. Tampoco el de Vigo. Que es justamente el contrario, el expansivo. Está en su naturaleza. Al no ser capital de iure, aunque sí de hecho como se puede constatar por su aparato administrativo, la base de su legitimidad para reclamar servicios y dotaciones se sustenta en el peso demográfico, económico y portuario. Y esto exige ser un tiburón, que no puede dejar de nadar porque hacerlo es la muerte. Vigo ha mejorado notablemente como ciudad a lo largo de los años, aunque no deja de ser singular por su orografía complicada, con distancias propias de una metrópolis, donde sobran cuestas y faltan plazas públicas de encuentro. Todo eso se sabe y poco a poco se va corrigiendo. Lo que no puede cambiar, porque le va en ello su ser, es entender que esta ciudad o se mueve o se muere. El puerto, por ejemplo: necesita una nueva terminal y el tren. Vigo puede sobrevivir todavía sin ambas dotaciones, pero es cuestión de tiempo acabar en el fondo del mar. Como los tiburones cuando se rinden.
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