La trampa de la ministra y del trabajo como castigo
No se puede negar que el trabajo, esa “ocupación retribuida” que la Biblia relata como un castigo divino sobre la humanidad, carga con una connotación tan perversa como paradójica. Todo el mundo quiere un trabajo, pero cuanto menos se trabaje mejor y, siguiendo esa paradoja, el Gobierno que saca pecho cuando las cifras del empleo crecen se ha empecinado ahora en reducir el horario laboral. Exactamente 30 minutos al día. ¿Por qué? Porque la presunta ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, quiere pasar a la historia a golpe de populismos y sin reparar en los daños que deja tras de sí. En su pueril lectura del mercado laboral, confronta a empresarios y trabajadores, como si los segundos pudiesen vivir sin los primeros y viceversa. Como si todos los sectores y empresas, grandes, pymes y autónomos, fuesen iguales y todos los trabajadores esclavos mal pagados.
Yolanda Díaz reclamó para sí misma un lugar en la historia cuando se aprobó en el Consejo de Ministros el anteproyecto de ley para pasar de las 40 horas semanales a las 37,5 ahora propuestas. “Disfruten del día histórico”, afirmó con sonrisa franca. El asunto aún necesita mucha cocina antes de ser realidad. Lo primero, la aprobación de la mayoría del Congreso de los Diputados, que no está fácil. Pero la ministra ya ha recibido el aplauso soñado. ¿Quién no quiere trabajar menos y cobrar lo mismo? Todo el mundo lo firmaría. Jóvenes y mayores, votantes de la derecha y de la izquierda. Y hasta los propios empresarios, si pudieran permitírselo. Es de primero de populismo, como bien sabe la ministra, que ha ganado la batalla frente a su homólogo de Economía, Carlos Cuerpo,reticente hasta el final.
Da igual que los empresarios, los que gestionan cada mes el pago de los salarios, se hayan desmarcado del acuerdo, porque lo que hay ahora no es diálogo social, es “monólogo social”, como atinó el presidente de la CEOE, Antonio Garamendi, refiriéndose a la “trágala”. Lorenzo Amor, presidente de la Federación Nacional de Asociaciones de Trabajadores Autónomos, sostiene que no va a permitir la contratación de nuevos empleados y quien crea lo contrario “es que no ha pagado una nómina en su vida”.
Nada que objetar al legítimo reto de avanzar en la conciliación entre la vida personal y profesional. Y esto se consigue reduciendo el número de horas de trabajo improductivas. Porque lo que sí es cierto es que no es equiparable el tiempo en el puesto de trabajo con la eficacia y la productividad. De hecho, España está de la mitad de la tabla hacia abajo en tasas de productividad en la Europa de los 27, muy lejos de Irlanda, que la encabeza, o de Luxemburgo y Dinamarca que vienen a continuación. Y, sin embargo, esta reducción nos situará como tercer país europeo con menor jornada laboral. En resumen, seremos menos productivos y trabajaremos menos.
Todo esto lo sabe Yolanda Díaz, pero salta a la vista que lo único que persigue es notoriedad política para salvar el personalista y devaluado proyecto de Sumar. El ejecutivo de Pedro Sánchez está tejiendo una peligrosa malla social para tener a la población a expensas de sus regalías, como si fuesen una graciosa derrama a costa de aumentar la espiral de déficit público. No hay una sola medida que prime la capacidad del individuo de organizar su vida o de establecer sus prioridades sin tener al populismo del Estado en su nuca. Al contrario, se legisla o se decretan acciones que infantilizan a la población, recordando que nada pueden hacer al margen de papá Estado y que hay que votar a los que están.
Hay desafíos urgentes por el nuevo orden político, económico y comercial del mundo y ahí la vieja Europa está en desventaja, cediendo en competitividad, productividad y generación de valor, de ahí que no se pueda reducir todo a trabajar menos horas a la semana. No está ahí el debate o no solo está ahí. Lo que está es el riesgo de hacer creer a la población que los recursos públicos son infinitos y que están a salvo todas las coberturas tanto necesarias como accesorias. El trabajo es un derecho y una necesidad que no se resuelve con apelaciones al recorte de la jornada, como si currar fuese una maldición bíblica, un castigo divino del que la ministra pretende redimirnos.
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