Fernando Ramos
La manipulación política de la denuncia contra Suárez
Desde su creación, durante la regencia de María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, el Senado ha sido una institución triste y secundaria, respaldada por cuatro constituciones, desde la de 1845 hasta la actual, aunque fue eliminado temporalmente durante la II República. Si sale usted a la calle y pregunta por el Senado, desde la castañera en este tiempo de magostos, hasta los jóvenes amantes de Tik Tok, se encogerán de hombros mostrando su absoluta ignorancia sobre qué es y para qué sirve. Como pomposamente se la denomina, la Cámara Alta hasta la presente legislatura apenas si aparecía en los medios de comunicación, se la consideraba un cómodo cementerio de elefantes a dónde iban a esperar la jubilación infinidad de políticos. La Constitución del 78 instituye un Senado en teoría representante democrático de la ciudadanía, pero absolutamente desequilibrado con relación al número poblacional de cada provincia. Todas tienen derecho a cuatro representantes por lo que un senador de Soria, la menos poblada, cuesta en votos 68 veces menos que uno de Madrid, la más abigarrada. Cuatro senadores sorianos representan a 95.400 personas. Cuatro senadores madrileños representan a 6.490.000 ciudadanos. Este despropósito nos cuesta algo más de sesenta y siete millones cada año, de los que un 50% se va en sueldos de sus señorías y personal administrativo. Una situación que el bipartidismo mantuvo como gasto menor bajo la excusa de no revisar el texto constitucional.
A lo largo de su adormilada historia muchos políticos y observadores hemos insistido en la necesidad de reformar el Senado o, dada su manifiesta inutilidad burocrática y anacrónica, en cerrar el chiringuito. Esto es, hasta esta legislatura, en la cual llegó Feijóo enarbolando su mayoría absoluta al lugar y dijo: ¡Lázaro, levántate y grita! Y helo ahí convertido en parlamento de resistencia conservadora contra el inderogable Sánchez. Existe una foto, a la que casi nadie ha prestado atención, donde al poco de constituida la presente Cámara Alta, Feijóo reunió a todos sus senadores/as en el salón de plenos, estratégicamente distribuidos en los escaños como un abanico de poder y él, que no es senador, se sentó en la presidencia de un modo inusual e impúdico. Algo así como una manifiesta declaración de “el Senado es mío, estos son mis poderes”. Y desde ese momento mediático ha convertido la “Cámara de segunda lectura” en un ariete de rodillo partidario.
Superados los tropiezos antidemocráticos contra las renovaciones del Tribunal Constitucional, del Consejo General del Poder Judicial, de los consejeros de RTVE, de las murallas contra la amnistía… ante los que el PP ha tenido que ceder poder constitucional, el Senado parece ser su gran castillo medieval desde donde entablar batallas contra la Cámara Baja y otras instituciones del Estado, desvirtuando así su escasa función legislativa. Con tal sentido patrimonialista de las instituciones donde gobiernan, los conservadores transmiten la imagen de una formación en permanente campo de batalla contra las reglas del juego. Para ellos, tanto el Senado como los Gobiernos autonómicos han dejado de ser engranajes creados para el buen funcionamiento del Estado y se utilizan como elementales herramientas partidistas. Corren malos tiempos para la vida política, sí, a los que semejante praxis táctica añaden más confusión y desconcierto en la ciudadanía. Los tropiezos y errores continuados de ese sitio llamado Senado alcanzan protagonismo en las noticias y empujan a pensar en la urgente necesidad de eliminarlo del erótico artículo 69 de la Constitución.
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