Fernando Ramos
La manipulación política de la denuncia contra Suárez
Hace unos días celebré 44 años y, al mirar a los lados, siento que, como cantó Sabina al cumplir muchos más, “el mundo alrededor ya no es tan mío”. ¿Ocurren más rápidas las cosas ahora? ¿Soy un viejo prematuro? En absoluto, solo soy alguien que abraza el cinismo a veces para sobrevivir en un entorno hostil. Puedo demostrarte aquí mismo que en estos 44 años todo se ha ido al infierno. Y no, no pretendo que todo lo pasado sea mejor; de hecho, estoy dispuesto a confesar algo atroz: soy de la generación que acunó a un Tamagotchi.
Cuando era niño, jugábamos al Quién es quién y eso es lo más cerca que estábamos de Tinder, descartando personas a gran velocidad solo por sus rasgos físicos. El Pato Donald no era uno más en medio de una inmensa masa de personajes de ficción de la oferta de entretenimiento. Donald era todo, era el principio y fin de todos los patos, y era mi amigo. No estoy seguro, pero creo que, entre los 7 y los 12 años, habría sido capaz de cometer un asesinato con mis propias manos por el Pato Donald.
Ir al videoclub en familia a elegir una película para ver el fin de semana era todo un acontecimiento. Valorábamos durante horas la escasa oferta, la conveniencia de elegir una u otra, y a fin caminábamos hacia casa rezando para que no estuviera estropeada la cinta. Ciertamente, valorábamos cada película como un tesoro; esta consideración me une al mundo de mis abuelas, que en el Cielo están.
Estábamos enamorados de las pegatinas. Las habitaciones infantiles de los 80 eran la pesadilla de cualquier madre, con pegatinas pegadas hasta en el quicio de las puertas. Sin embargo, cada una de ellas escondía una historia que recordar, una pasión que reivindicar, y un escobazo de mamá por manchar otra pared.
La cantimplora era uno de los objetos más importantes de nuestra vida, quizá porque nuestra actividad principal no eran las apuestas deportivas online, sino recorrer cada rincón de la naturaleza, como si fuéramos los Jóvenes Castores. Nuestro mundo virtual eran las afueras de la ciudad y una carrera de caracoles sobre un folio.
De pronto, la publicidad ya hacía de las suyas, empezamos todos a desayunar cereales y la abuela miraba con cara de asombro mientras se untaba sus deliciosas tostadas. Tardé un tiempo en entender que ella tenía razón. Siempre.
Pasábamos horas viendo Popeye en televisión, y era genial porque todavía no habían llegado los apóstoles woke a convertir el entretenimiento libre en adoctrinamiento esclavo.
Además de Remington Steele, de la que ya hablé aquí hace años, mi mejor momento del día era la hora de ver El Equipo A, donde todo era diversión, acción, humor, y valores. Los padres podrían estar seguros dejando a los niños viendo a Hannibal Smith y los suyos, nadie pretendía inocular perversos mensajes ideológicos por la puerta de atrás.
Coleccionábamos chapas de Coca Cola y Fanta. A veces hasta llevaban un dibujo dentro o la cara de algún personaje de animación. Luego inventábamos juegos con ellas en el colegio. ¡Dios santo, valorábamos hasta lo más pequeño! Y las grandes corporaciones todavía no se habían puesto a salvar el planeta, de modo que hacían promociones divertidas: todos teníamos una Coca Cola de plástico con gafas de sol que emitía música y bailaba cuando dabas una palmada.
La campana extractora no se apagaba sola para ahorrar, la cocina no pitaba como una histérica, la televisión no se encendía por su propio pie, el teléfono no era tan móvil, y la Game Boy jamás entraba en modo ahorro de batería. Es decir, los electrodomésticos no daban órdenes a los humanos, sino al revés.
Y, bueno, ¿qué quieres que te diga? Encendíamos la radio y sonaban The Smiths, Loquillo, los Stones, o Los Secretos. Mejórame eso.
Estoy seguro de que dentro de 40 años un niño que nacerá hoy escribirá un artículo como el mío, diciendo que a partir de 2025 todo se fue a la mierda. Pero eso solo demuestra que la historia es, en cierto modo, pendular, y que los acontecimientos y sensaciones más importantes del mundo son los que ocurren en nuestro interior.
Y, en fin, sospecho que si sigo cumpliendo años me volveré inmensamente pesado. Primer aviso.
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