Opinión

Poder contarlo...

Es famosa la anécdota de Luis Miguel Dominguín, personaje que no madrugaba nunca, cuando a primera hora se presentó, ante la sorpresa de todos, a sus amigos que desayunaban en tertulia mañanera, para contarles que se acaba de acostar con Ava Gardner, un putón verbenero pero, eso si, el animal mas bello del mundo, por lo que una vez mas, volvía a ponerse de manifiesto que, en este mundo, es mas importante contarlo que hacerlo.
Colón no descubrió América, sino que fue el primero que nos lo contó, el primero que se lo contó al mundo occidental civilizado de entonces, y para eso no creyó descubrir nada, pues siempre pensó que se trataba de un mundo ya conocido, India y China, la tierra de enormes riquezas que otro “descubridor”, Marco Polo, dio a conocer, por otra vía, a ese mundo occidental, ombligo de nuestras vanidades. Vamos como si Dominguín hubiera confundido a Ava con Eva, su prima la de Burgos.
América es un continente separado de Europa hace millones de años, cuyos primeros pobladores, animales aparte, se supone que entraron en el Pleistoceno desde Siberia hasta Canadá para ir bajando hasta Tierra de Fuego, a lo largo de miles y miles de años. Hoy sabemos que allí llegaron expediciones de africanos, egipcios, cartagineses e incluso musulmanes andalusies a Centro y Sudamérica, impulsados por los vientos alisios en su constante dirección hacia el oeste, así como vikingos, alrededor del año 1000 a Groenlandia y a las costas de Terranova, cuyo principal pecado fue el de no contarlo en el momento y en el sitio correcto, salvo los que allí se quedaron, de cuyos restos se han hecho multitud de estudios posteriormente, siendo recomendable, a tales efectos, entre otras, una visita al museo de Thor Heyerdal, en Tenerife.
Por otra parte, los griegos, concretamente Eratóstenes en el siglo III a.C., no solo sabían de la redondez de la Tierra, sino incluso, y con un pequeño margen de error, la medida de su circunferencia, algo que en época de Colón conocían todos los marinos con experiencia, no con la precisión de antaño, pues tales estudios iban contra “verdades” pintorescas que la Iglesia defendía a costa de la hoguera para quien osara dudar de ellas, pero que se iban abriendo paso poco a poco, muy a pesar de los guardianes de la fe, pues cultura y racionalidad, por ventura y aun con grandes sacrificios, siempre acaban venciendo al fanatismo y la fantasía.
Pero, ¿de donde le vino a Colón la certeza de que a 700 millas al oeste de la isla del Hierro, había una tierra con multitud de islas, que él confundió con Cipango, la actual China, pues nadie había comunicado hasta entonces que entre Europa y Asia, vía marítima, había todo un continente desconocido?.
Colón, casado con Felipa Moniz de Perestrello, hija del portugués descubridor de la isla de Porto Santo, al lado de Madeira, residió allí un tiempo, el suficiente como para que, un marino de sus conocimientos, pudiera observar que la corriente hacía llegar a la isla, desde occidente, restos de vegetación, troncos de árboles, e incluso alguna inscripción tallada en algún madero a la deriva, pero lo que al parecer fue definitivo, es el hallazgo de un náufrago que arribó a la playa medio moribundo, al que Colón alojó en su casa los pocos días que le quedaban al infortunado marino, quien al parecer relató a Colón que haciendo la ruta costera de Africa hacia Portugal, fueron arrastrados por la corriente de los alisios que los llevó justo hasta el Caribe, donde algunos se quedaron mientras otros decidieron volver, subiendo en latitud hasta encontrar la corriente del golfo que les volviera al este, para finalmente arribar a Porto Santo como único superviviente, comunicándole que la distancia entre la isla del Hierro y tales tierras, encontradas allende los mares, era exactamente de 700 millas náuticas, comunicación y ruta de ida y de vuelta, que Colón mantuvo en secreto y que finalmente fue el pilar de su seguridad en cuanto al paso occidental, vía marítima, hacia las Indias del oro, la seda, las especias, las piedras preciosas y todo un arsenal de riquezas que colmaban su avariciosa imaginación.
Hacerlo es importante pero, contarlo y sobre todo probarlo, en el sitio y en el momento adecuado, son absolutamente fundamentales. 

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