José Teo Andrés
Triple del Puerto de Vigo
Uno de los motivos que con mayor frecuencia y más pujante intensidad inspira a los consumidores de las redes sociales durante el verano es el muestreo de hijos de los famosos y famosas. Y más habitualmente de las hijas, a las que se les abren las puertas de la popularidad sin límites con posados habitualmente en bikini en los que se echa mano de la vieja máxima de acento machista y regusto bronco y apolillado que decía más o menos así , “las hijas de las madres que amé tanto, están de espanto”. Aunque parezca un hábito olvidado, el estilo que subyace en estas muestras fotográficas que inundan el panorama de las redes y las revistas gráficas es el de la comparación, un mensaje casi subliminal que se adivina entre líneas y que viene a demostrarnos por si no nos hemos enterado, que de tal palo tal astilla, y que de una madre tan impresionante no puede nacer otra cosa que una hija capaz de recordarla e incluso competir con ella. Con fondos tan atractivos como la cubierta de un yate de lujo, un resort de alta gama en la costa amalfitana, un bólido prototipo de competición, o las arenas doradas de una playa de las islas Bahamas, es posible que incluso yo luciera guapo, pero la cuestión no es exactamente esa aunque por un milagro divino yo mismo resultara irresistible fotografiado en semejantes marcos, sino el permanente grado de inconsecuencia en el que vive la sociedad actual que comete pifias incomprensible en cada uno de sus comportamientos y pone una vela a Dios y otra al diablo en cada paso que acomete. Una sociedad del siglo XXI ya avanzado no debería perder la cabeza asomándose ansiosa a las páginas de las revistas de moda o las redes sociales para contemplar a las famosas y sus hijas en bikini apelando al conocido truco de la falsa sorpresa que es en realidad un posado a tanto la instantánea, porque semejante práctica parece reñida con el código feminista vigente, ese que las representantes en el Hemiciclo defiende con la bayoneta calada y hacen bien en defender siempre que sea una defensa real y no impuesta por la corrección política reinante. Pero el retrogusto amargo de todo esto es el que se adivina en una sociedad hipócrita, falsa e impostada que dice una cosa de cara a la galería y en la soledad del santuario hace otra.
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