Lágrimas

Publicado: 29 dic 2025 - 03:01

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Las llamadas “lágrimas emocionales” se producen en respuesta a estímulos intensos. Así surge el llanto motivado por la tristeza o por la alegría. Dicen los científicos que este tipo de lágrimas tiene una composición química algo diferente a las “lágrimas basales”, que son las que constantemente lubrican nuestros ojos.

La comprensión moderna de las lágrimas es, en cierto sentido, unidimensional, pues está anclada en el sentimiento. En la antigüedad el enfoque era distinto, más objetivo. Cuando Eneas recordaba la sangre derramada en Troya evocaba las “lágrimas de las cosas”, que reconocen sin ilusiones que este mundo está roto.

Erik Varden, obispo y escritor noruego, en su reciente libro “Heridas que sanan” (Madrid 2025) vincula estas lágrimas de la “Eneida” con el llanto de Jesús que precede a la resurrección de Lázaro. El evangelista san Juan dice que “Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: ¡Cómo lo quería!”. Los predicadores citan este pasaje para hablar del afecto de Cristo. Esta interpretación no convence del todo a Varden. No tiene demasiado sentido que Jesús llore por Lázaro cuando está a punto de devolverlo a la vida: “Lo que hace llorar a Cristo -comenta- es la visión de la humanidad doliente. Sus lágrimas lo muestran afligido, indignado ante el escándalo del reinado de la muerte sobre seres hechos para la inmortalidad, que añoran el paraíso perdido y la amistad perdida. Después de llorar, sube al Calvario para llevar a cabo nuestra redención”.

La humanidad doliente es la humanidad asumida por Cristo en su encarnación. San Bernardo de Claraval, consciente de ello, supo vincular la pasión de Cristo en el Calvario con su nacimiento de María. En cierto modo ya san Lucas insinúa esta conexión al indicar que la Virgen dio a luz a su hijo primogénito y “lo envolvió en pañales”. La iconografía cristiana posterior dio al lugar del nacimiento de Jesús, el pesebre, el aspecto de una tumba.

Erik Varden invita a meditar sobre esta humanidad doliente, la de Cristo en la Cruz y la de cada hombre, sabiendo que “la fe no elimina nuestro dolor, sino que le da un propósito; lo dota de finalidad”. Contemplar a Cristo en la Cruz es contemplar sus llagas: “Las heridas de Cristo crucificado, por las que el mundo se salva, permanecen abiertas. Nuestras heridas, conformadas a las suyas, pueden convertirse igualmente en fuentes de gracia para nosotros mismos y para los demás, incluso mientras esperamos el eventual y perfecto restablecimiento de la plena salud”.

Esta contemplación está inspirada en un poema medieval, la “Rhythmica oratio”, escrito por el abad y poeta Arnulfo de Lovaina (1200-1248) que Varden descubrió escuchando el ciclo de cantatas “Membra Iesu Nostri” de 1680 de Diderich Buxtehude (1637-1707), un contemporáneo de Bach mayor que él. Tras un primer capítulo introductorio, Erik Varden va recorriendo, en siete secciones, el cuerpo crucificado del Salvador: Los pies atravesados por clavos, las rodillas vacilantes, las manos con las palmas heridas, el costado traspasado por la lanza, el pecho, el corazón sagrado y el rostro. Un último capítulo, “Florecimiento”, muestra, sirviéndose como el abad Arnulfo de imágenes botánicas, la fecundidad de la pasión de Cristo. Alrededor de la cruz se despliega, como en el mosaico del ábside de iglesia romana de San Clemente, “un universo que es un mundo de belleza”.

A este mundo nos acerca el libro de Varden, quizá para despertar nuestra sensibilidad un tanto atrofiada y nuestra esperanza: “Nuestras heridas finalmente sanarán cuando se hayan unido tanto a las llagas de Cristo, tan plenamente entregadas, que ya no sepamos dónde acaba su pasión y dónde empieza la nuestra”.

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