Editorial | Un Gobierno que trapichea con su supervivencia a cualquier precio
Han pasado dieciséis meses desde las últimas elecciones generales, pero en España se asienta cada día más la sensación de que, de aquellas urnas, lejos de salir un gobierno, ha salido una distopía política de delirantes episodios, protagonizados por una banda de tahúres que trapichean en las trastiendas del Congreso con la única finalidad de sobrevivir en el poder. Lo hacen sin rubor alguno, a pesar de las maquinaciones torticeras con las que negocian, al mismo tiempo, con la extrema derecha y la extrema izquierda. Sin vergüenza ni dignidad, como han acreditado con sus propios actos: aquello que consideraban irrenunciable e innegociable antes de las elecciones se puso en venta a partir del 23 de julio de 2023 para lograr los votos de minorías que, desde entonces, gobiernan los destinos de España. La ley de amnistía, el pacto fiscal con Cataluña… todo por apuntalarse en el poder. España sufre hoy una realidad política inverosímil, forjada por el ensañamiento mutuo de PSOE y PP, obstinados en batirse a garrotazos a la menor oportunidad, incapaces de firmar una tregua ni cuando un diluvio deja sin hogar a miles de personas y sesga centenares de vidas. Este duelo a muerte infinito es el que abona el terreno donde nacen y se reproducen los populismos y extremismo que, a la postre, acaban condicionando las grandes decisiones del Gobierno. El disparate es tal que para contrarrestar a un Pedro Sánchez asediado por el “caso Koldo”, el líder de la oposición, Alberto Núñez Feijoo ha de ponerse a disposición de esos mismos partidos independentistas, extremistas y de un prófugo para ofrecer la alternativa de una moción de censura. Unos y otros se ven abocados a dejarse chantajear por sectarios y guerracivilistas en un realidad que asemeja a los años 30 del siglo pasado y de la que nace un gobierno con ministros que desnudan su ignorancia mientras ondean sin criterio la bandera del forofismo partidista. Son los más serviles al partido quienes llevan la voz y el mando, sin otro criterio que la defensa de las siglas, en tanto que el país cae en picado hacia el descrédito y el decrecimiento.
No se habla de los problemas de los ciudadanos ni por supuesto de las debilidades de los partidos ni de un modelo político alternativo al de la vieja partitocracia, que se niega a debatir sobre su sospechosa financiación o sobre la conveniencia de dar el salto hacia unas listas abiertas.
Nunca la clase política española había caído tan bajo. Nunca, a pesar de que arrastran escándalo tras escándalo. Desde el gobierno de Rajoy con el caso Bárcenas y la Trama Gürtel hasta el caso Koldo y la reciente declaración de Víctor de Aldama que salpica a medio gabinete actual, Sánchez incluido, con mordidas de cientos de miles de euros, negocios fraudulentos, pisos para queridas de ministros, bolsas con dinero, imputaciones judiciales a la mujer del presidente y un largo y truculento etcétera. Es cierto, tendrá que demostrar esas acusaciones con pruebas. Pero “el nexo corruptor”, como define la UCO de la Guardia Civil a Víctor de Aldama ya ha conseguido salpicar con un escándalo más a un presidente que llegó a la Moncloa para enterrar la corrupción de su predecesor, con Ábalos como escudero, y ahora la sombra de la corrupción se alarga sobre ellos. Hay que decir que es en este capítulo donde se revela la gran diferencia entre el líder del PSOE y el del PP: mientras a Sánchez lo asedian las sospechas, nunca Feijóo, tras trece años en la presidencia de la Xunta, ha estado en la diana por presuntas corruptelas.
Y mientras los líderes de los grandes partidos se muestran maniatados por minorías oportunistas, en el Gobierno se impone un estilo intervencionista y dictatorial en el trato con los administrados. El ejemplo palmario lo personifica Yolanda Díaz desde un ministerio que confunde negociar con imponer. Negociar no es imponer bajo amenazas de retirar subvenciones. La vicepresidenta segunda esconde tras su eterna sonrisa formas más propias de un sistema totalitario que mientras oprime con impuestos a autónomos y empresarios, o intenta controlar los medios informativos, negocia servilmente con Puigdemont para asegurarse un año más en el machito.
España lleva viviendo dieciséis meses de crisis política constante y cada vez más agravada, por culpa de un gobierno que no debería haber existido nunca. Si los dos grandes partidos tuviesen como presumen, sentido de Estado, habrían evitado esta pesadilla al país. Pero se enrocan en una actitud de intransigente confrontación que se ha adentrado en el terreno de las descalificaciones personales, rompiendo todos los puentes posibles y al mismo tiempo asociándose con partidos que viven fuera de la realidad, como sucede al PP con Vox o al PSOE con Junts, Bildu, con tal de lograr sus objetivos personales. Una actitud que los lleva, a unos y a otros, de derrota en derrota hasta la debacle final. Lo dramático es que es el ciudadano quien sufre las heridas y paga las consecuencias de una política errática y de un Gobierno cuyo principal, si no único, objetivo ha sido siempre mantenerse a flote, nos cueste lo que nos cueste.
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