Frente a los nuevos revolucionarios
Hay dos vías para cambiar de régimen político: reforma y revolución. El primero es pacífico al aprovechar los mecanismos de modificación existentes en el sistema político a sustituir, pero por ello no suele ser factible si el régimen es autoritario o totalitario, ya sea con tintes de izquierda o de derecha. El segundo procedimiento es la revolución. Esta palabra tiene todo tipo de connotaciones socialistas en el habla actual, pero hay que recordar que las grandes revoluciones de los siglos XVIII y XIX fueron eminentemente liberales, y que los fascistas y falangistas de la primera mitad del siglo XX recurrieron con frecuencia a este mismo término. La revolución es un mecanismo violento de conquista del poder. La estética de todo movimiento revolucionario, la épica y la mística que cultiva e inyecta en sus masas de seguidores irreflexivos y emocionales, es disruptiva e idealiza la ilegalidad de su anhelo sedicioso. La insurgencia y la subversión se ven legitimadas en el ideal revolucionario como respuesta a un régimen que no brinda espacios para la posible adquisición paulatina y sosegada de las mejoras perseguidas.
Pero, por supuesto, ese análisis falla cuando se aplica al marco conocido por los politólogos como democracia liberal. En este marco, recurrir a la revolución -ya sea una revolución de izquierdas o esta especie de revolución de derechas que están insuflando ahora los movimientos nacional-populistas o el MAGA estadounidense- es ilegítimo, pues de ninguna manera se han agotado las vías que el sistema brinda para alcanzar objetivos políticos respetuosos de la libertad individual y del pluralismo político y social. Estos movimientos, tanto a la izquierda como a la derecha del espectro ideológico, falsean la realidad al acusar a la democracia liberal de unos niveles de falta de libertades exageradísimos, que sin embargo son ciertamente inferiores a los que ellos mismos impondrán una vez conquistado el poder, como ya se ve en los países donde lo han logrado. La insidia y la calumnia constantes contra la democracia liberal, que sin la menor de las dudas es hasta hoy el cénit de la gobernanza política humana, tiene un fin evidente: sembrar la desconfianza y el desprecio hacia el marco de libertades para allanar el camino a los movimientos que pretenden socavarlo y, finalmente, implantar un sistema autoritario. En la oposición, ese futuro sistema se reviste de ropajes libertadores. Pero una vez en el poder, se revela como un régimen político infinitamente menos favorable que el depuesto a la libertad en todas sus vertientes: moral, civil, territorial y, desde luego, económica.
La realidad es que nos encontramos ahora ante un grave dilema en todo el mundo occidental y en otras regiones del planeta. O defendemos la democracia liberal, con derechos individuales y mercados libres, o caeremos en nuevas formas de totalitarismo como las que empiezan a vislumbrarse en Hungría o en los Estados Unidos, o como las ya existentes en Rusia. Son fórmulas no muy distantes de las que imperan con continuidad histórica en China o Cuba. Lo que cambia es la retórica y la parafernalia decorativa de unos y otros regímenes. Cambia también el grado, porque los autoritarismos de corte post- o ultra-conservador todavía no alcanzan el nivel de totalitarismo formal de los peores regímenes comunistas. Pero se encaminan decididamente a ese nivel, como se encaminaban el fascio italiano y el NSDAP alemán, y nuestra Falange, y sin duda lo habrían alcanzado de haber vencido a Occidente en la Segunda Guerra Mundial.
Ante esta situación, el parteaguas ya no es el de izquierdas frente a derechas, sino el de movimientos y partidos leales al marco liberal-democrático emanado de la Ilustración -ese proceso por el que la humanidad se sacudió la rancia caspa oscurantista y abrazó la ciencia, las tecnologías, el mercado y las libertades, llegando en apenas trescientos años de la peste negra a pisar la luna- y aquellos otros que son refractarios a ese avance y buscan retrotraernos a estadios civilizatorios pretéritos, tradicionales, völkisch, preindustriales, ruralistas y fuertemente colectivistas y jerarquizados. Estadios sin igualdad de la mujer, sin libertades para las minorías ni para el individuo, con fuerte control social top-down, con ingeniería intervencionista estatal sobre los mercados y sobre la evolución de la cultura y de los valores predominantes, y quizá incluso con un entendimiento oficial y coercitivo de las creencias místicas. Ante esta amenaza existencial, la democracia liberal tiene todo el derecho del mundo a defenderse. Y al hacerlo, no está obligada a hacer prisioneros, ni a permitir que operen en su seno quienes de forma obvia buscan dinamitarla desde dentro. La paradoja popperiana de la tolerancia ya está aquí. Si los liberal-demócratas hicimos frente a las revoluciones de izquierdas, hoy debemos hacer frente a la de derechas. No podemos ser tolerantes con quienes no nos toleran. Ha llegado el momento de serles hostiles y derrotarles sin contemplaciones, porque nos estamos jugando lo único importante: la Libertad.
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