Escribir en cafés
Se ha puesto otoñal el día. Dobla la tarde y es la hora española de las cañas. El bar es el termostato. En una suerte de esnobismo precario, hubo un tiempo en que me sentaba en la terraza del Café Gijón una vez por semana a consagrar aquella página dominical que enviaba a La Región, que con tanto mimo ilustraba el pintor Navarro Dávila. Escribir en el Gijón era como jugar una pachanga en los baños del Bernabéu, pero da igual. Caía siempre un solecito amable, ya antes de diciembre, ya antes de julio, en los tiempos buenos y sin rigores ni calores. Me aburrían las miradas husmeadoras, esas que desaparecen cuando levantas la vista, y regresan al instante, con que paseantes y turistas trataban de reconocer si el escritor era famoso o no, por si los selfies. Que toda esta murga del Gijón se la inventó Pérez-Reverte, desde la cima de su popularidad, que ya nadie se acordaba de las tertulias literarias, ni de los limpiabotas. Y ahora tampoco.
Me aburrí de sentirme el mono de la jaula y mudé mi escritorio a la Cervecería Alemana de la plaza de Santa Ana, tan pronto como supe que allí Ava Gardner paseaba su belleza, o más bien la ocultaba de miradas ajenas, deseosas de verla haciendo arrumacos con Dominguín. Y tan pronto como supe que allí Jardiel Poncela ocupaba mesa fija, en la zona oscura del bar, para entregarse a su incansable producción, que varios de sus libros estaban escritos allí mismo.
Después me cansé de los bares con pedigrí. Inocente, creía que habría una cierta complicidad en los viejos cafés literarios con quienes ocupamos una mesa discreta con nuestro cuaderno, mientras trasegamos pintas de cerveza como si fuéramos poetas. Ocurre que los dueños y los hijos de los dueños han muerto, y que lo que se vende hoy en la mayoría es un intento de mercantilizar la nostalgia. Salvo contadas excepciones, los nuevos responsables están más interesados en vender ensaladilla a precio de caviar que en preservar el cierto halo intelectual que le dio fuste al local. Una pena. Pero una pena razonable.
Mi última incursión de mitomanía novelesca fue en el Iruña de Pamplona, donde Hemingway perdió el vaso de whisky, y me pareció extremadamente difícil escribir allí, pero qué sabré yo de garabatear en bares si solo llevo haciéndolo más de veinte años. Tengo aun ganas de conocer el Café Novelty, en Salamanca, donde Foxá escribió su novela de la Guerra Civil, y guardo con cariño una noche de rones y grandes pliegos de letras en La Fontana de Oro, el café donde Galdós, sin ser yo gran galdosiano, por ahora, que eso siempre puede cambiar, que las filias literarias son algo orgánico, vivo, que muta con los años y las dichas y desdichas.
Ahora se escribe mejor en los bares no literarios. No hace tanto, en Orense, llegué a trazar mi propio mapa de refugios. La terraza para el lento avance de la novela, el pub irlandés para la poesía, los cafés de cerveza y pincho para la columna, y las terrazas nocturnas en verano para cualquier cosa que no fuera pasar calor en el interior. En La Coruña, quizá por ser mi ciudad, es donde más letras he arrojado en barra, si exceptuamos Madrid. Con mi última novela, Rosas de papel, en una de esas extrañas iniciativas, desvelé los seis bares de Madrid, La Coruña y Ribadeo donde la fui escribiendo durante años. Se supo y se contó en la prensa, y el entusiasmo de los dueños de los bares por tal hazaña fue variable, entre la incomprensión, la indiferencia, y la euforia cordial. Qué podrías esperar, le dije al promotor que inventó lo de publicar la lista, que no es La familia de Pascual Duarte. Y aún así me emocionó, unos meses después, ver enmarcado un cartel que autografié con gusto, con dedicatoria, para el Sir John Moore de La Coruña, colgado en la esquina más íntima del local. Que aún se lo enseño a las visitas cuando brindamos en el Moore: “Y ahí está mi rincón”. Consuelos de la bohemia.
Se ha puesto otoñal el día, la luz muere ya un ratico antes que ayer, y en la barra de las cervezas se ha hecho la soledad. Los camareros se aburren. El rito del final de agosto ha comenzado. Y a mi solo me inspira letras un tanto melancólicas, o quizá felices.
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