Días de tiempo
Llevo veinte días con sensación de final de verano. Como a todos, cada agosto se me presentan con increíble viveza las imágenes de los estíos felices de la niñez. Me bañan las mismas aguas, me pican las mismas sales, me embriaga el mismo aroma de los árboles, y los mismos azules entre los rizos de espuma de la ría. Todo está donde estaba, yo ya no. La piel que acaricia la orilla no es la misma, ni mi silueta corriendo tras un balón, ni los gritos ensordeceros de la urgencia y las tareas pendientes en la cabeza. Están las limícolas volteando conchas, el barquero haciendo sus pasajes a los turistas, están los santos patrones en procesión entre lluvias de pétalos, la puerta verde de madera ajada de la antigua granja, y están las mujeres bellísimas bronceadas con sus vestidos blancos, pero ya no son las mías, ni ellas, ni las garcetas, ni hay leche recién ordeñada entre gallinas al otro lado de aquella puerta. Las bicicletas, al paso por el viejo camino de guijarros, hoy asfalto, ya no emiten su graciosa danza metálica destartalada, sino el zumbido regular de la tecnología.
Demasiados días en la ciudad, y eso que he hecho lo posible por huir cuanto he podido, pesan como chapapote en las alas de un cormorán envejecido. Lo vuelven todo denso y confuso, y el niño que aún late dentro me sugiere el final del verano cuando contempla las mismas calles, los mismos semáforos, y esa gran invasión de cemento donde antaño, por estas fechas, solo había flores, campos sembrados, y preciosas bajamares, porque nunca estaba aquí, sino bien cerca del pequeño puerto, a orillas del Cantábrico. Había algo terapéutico en esos veranos larguísimos de niñez en que dejábamos la ciudad un 31 de julio y no volvíamos a ver estos tediosos edificios hasta el 31 de agosto, más morenos, exhaustos de ilusiones, desintoxicados, preparados para otro invierno de grises, atascos, y exámenes.
No es real, supongo, esta convicción de asistir al funeral de agosto casi desde que empezó. Si bien supongo que algo ha debido influir el drama de los fuegos y la tristeza de los que lo han perdido todo, que son tan míos como los nuestros, que son nosotros. En la ciudad, en esta, en Santiago, en Orense, y en otras que he visitado estos días, detecto también una extraña contención de la alegría, y por supuesto del gasto, una melancolía general y una apatía de la que solo nos salva la energía, la risa sincera, y el solaz imperturbable de los niños, ajenos a los sinsabores de esta España en recesión de alegrías.
Años 80. En la recta final de los días luminosos, cuando ya habíamos aburrido la playa, la bici, el fútbol, la pesca, las aves, y las lluvias de estrellas, los niños que fuimos buscábamos entresijos de contemplación, aprendíamos a meditar y crecíamos así, perdiendo un tiempo que ganábamos en madurez, viendo anaranjarse cada día más la línea del ocaso, y estirarse como lenguas de la noche las sombras de las palmeras que señalaban la casa, mientras los mayores leían en los patios y los bancos del barrio, en las horas finales de otro día bendecido por el sol, la algarabía familiar, y los vapores salados del mar. Nada nos distraía de aquel tedio, que era pura sobrecarga de placeres, que ni las máquinas, ni los teléfonos, ni las redes, habían robado aún la niñez a los niños.
El verano es el tiempo del tiempo. Del tiempo detenido. Del tiempo soñado. Del tiempo perdido. Del tiempo, en fin, vivido.
Contenido patrocinado
También te puede interesar
Lo último
Lotería de Navidad
Vigo busca la suerte: más venta de Lotería que en 2024
Balonmano | Liga Asobal
Por unas felices fiestas