José Teo Andrés
El necesario bando del juez
Los libros se apretaban casi ahogados en los estantes, y entre ellos decenas de carpetas azules repletas de recuerdos catalogados al detalle, ecos de lo publicado entonces en La Voz de la Ribera, La Región y el ABC. Revisaba cada tarde página a página hasta completar aquellos periódicos entonces pródigos en papel, titulación y espacios; una y diez veces si podía, detenida y precisamente recogía nombres, textos, artículos, reseñas de su historia más cercana, aquellas otras que le devolvían infancia y juventud, y en las que aún en cada línea se reconocía. Se detenía en cada párrafo, cada palabra, releía titulares en cajas de anchos caracteres saltando de una a otra hasta completar las tres cabeceras que en su diario ritual “devoraba” devotamente coleccionando momentos.
Detalles de la cercana historia que desde las páginas de aquellos periódicos saltaban cada día a los estantes de las cada vez más repletas baldas de la abarrotada biblioteca en casa. Archivos llenos de vida, familia, amigos, compañeros, el día a día local y el otro que, aun lejano, sus páginas convertían en memoria cercana y colectiva.
Las gafas en la mano, ante la mesa de aquel comedor mi padre desplegaba recuerdos, los identificaba etiquetándolos y guardaba, documentaba cada amigo, cada historia, cada noticia que recogían los tres periódicos que le habían acompañado en las diferentes etapas de casi toda la vida. En ellos reconocía a un Frauca, recordaba a un primo, un amigo, compañero, un Abascal, un Moneo, a los Pérez-Nievas de Tudela y el otro con el que coincidía en milicias en Monte La Reina; contemporáneos, coetáneos cercanos y aquellos más lejanos con los que coincidiera antes y en tiempo. Navarra, Zumaya, Madrid, Ourense, viajes, momentos y espacios en cientos de recortes de prensa fechados y catalogados en gruesas carpetas de tapas azules ordenadas por años entre los libros llenos de apuntes y notas al margen.
Las tardes de sol del refugio en Los Milagros, la crisis del lobo, la puesta en marcha de los jardines de la ciudad y los parques que ayudó a crear, el Tudelano jugándole al Ourense en el estadio José Antonio, la bajada del Ángel en marzo y las fiestas en la plaza de los Fueros, el padre Ebro desbordándose en Tudela, el Madrid otra vez campeón de Europa y las noches cerrando el año en Sol; las crónicas de Arquero, Sobrino y su deporte al día, las cosas de Manolo Rey, la llegada de la máquina de tren que languidece aún en el Empalme, las entrevistas de Maribel, el antiguo Icona, el servicio forestal, el devorador incendio de cada verano y el germen de Manzaneda. Detalles de la cercana historia que desde las páginas de aquellos periódicos saltaban cada día a los estantes de las cada vez más repletas baldas de la abarrotada biblioteca en casa. Archivos llenos de vida, familia, amigos, compañeros, el día a día local y el otro que, aun lejano, sus páginas convertían en memoria cercana y colectiva. Referentes y ejemplo, espejos, aquellos diarios hacían de cada tarde amplio catálogo de revividos y próximos instantes a los que, en casa y de su mano aprendí a dar valor y verdadero sentido.
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