Arrogancia
Yolanda se ha enfadado. Ha hecho un ridículo colosal al proclamar en el Senado, con su solemnidad insolente habitual: “Queda Gobierno de corrupción para rato”. En el instante del cortocircuito, algo que le pasa a menudo, ha intentado corregir el lapsus sin éxito: “de corrupción para rato”, ha repetido equivocándose por segunda vez en diez segundos, provocando un descojono general entre los senadores de padre y muy señor mío. Paradoja: quizá sea el único momento en el que ha dicho la verdad en los últimos mil días.
Antes había tenido otro lapsus hilarante, si bien conociendo su arte para la manipulación tal vez no fue error sino algo intencionado, atribuyéndole a un dirigente del PP la célebre cita que, como sabe toda España, lleva la firma de la exministra socialista Carmen Calvo en su autoría: “el dinero público no es de nadie”. De Calvo es la cita, del Gobierno de Sánchez la pasión por ponerla en práctica cada día.
Convertida en meme y en el hazmerreír de toda la nación, la cómica vicepresidenta se ha grabado un vídeo para explicar que ella nunca se equivoca, que si se le han deslizado las palabras con las ideas, haciéndole el vacío a la neurona que llevó engrasada a la cita en el Senado, es culpa del PP, de quién sino, porque hacían demasiado barullo durante su intervención, que la barbarie debe cesar y romper en silencio admirado cuando habla la inteligencia de Fene.
Antaño, Yolanda, que es la política española que más ha mudado en sus formas, jactancias y ropajes desde que trincó coche oficial, estaba acostumbrada a que nadie le hiciera caso; aquí en Galicia su relevancia era la misma que la de un mejillón vacío en una playa abandonada y lluviosa. Más tarde se sintió cómoda bajo los focos, y al tiempo que renovó vestuario y formas, fue creciendo en ella el mal del político advenedizo: una peligrosa arrogancia. Hasta tal punto que hoy se ha convertido en su principal enemigo y ella no lo sabe.
No empleo gratuitamente el adjetivo “arrogante”. Con origen en el “arrogare” latino, define al sujeto que se arroga, es decir, que se atribuye honores que no le están siendo correspondidos, o que los dirige hacia sí sin encomendarse a nadie, rogándolos, reclamándolos con las manos extendidas, como si le fueran propios. Más allá de los correspondientes al cargo que Pedro Sánchez le regaló para fastidiar a Pablo Iglesias, no se le conocen honores algunos a Yolanda, ni atributos de ningún tipo que pudieran ser envidiados por algún ciudadano español corriente. De modo que su enésimo y presuntuoso intento de hacerse la ofendida, ahora porque en el parlamento no se puede parlar, lejos de resultar eficaz, nos mueve otra vez a la risa. Dicho de otro modo: para ser arrogante y comportarse como tal, hay que tener algo que en justicia pueda arrogarse. La risa es saludable y agradecida, pero no entra dentro del catálogo de honores que ennoblecen a un político.
Yolanda, en fin, se ha enfadado, porque desde su cima sobrevenida de éxito artificial –esto es, con mísero respaldo real en las urnas-, ha dejado engordar su ego a tal punto que, en vez de tomárselo con humor, que es lo único que le habría salvado en medio de este carrusel ridículo de lapsus, redobla la inflamación del orgullo, y culpa a otros de su propia incompetencia para la causa, sin duda como habrá aprendido del experto en despejar balones que tiene por jefe.
Se está alargando hasta el infinito su paso por la política, solo porque Sánchez no quiere irse, pero al fin caerá, si es que todavía queda algo de Estado de derecho, y con él se irá al pozo del olvido todos los donnadies, incluyendo Yolanda, ministra de Trabajo a la que –pregunta en cualquier bar- desprecian todos los trabajadores, y razones no les faltan.
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