Fernando Ramos
La manipulación política de la denuncia contra Suárez
Del mismo modo que no tengo inconveniente en reconocer que estaba confundido cuando suponía que el rey Juan Carlos era un personaje que merecía gratitud por haber gestionado con notable acierto su participación en el periodo más delicado de la moderna historia del país, digo también que a pesar de su popularidad y de la fama de campechano y cachondo que exhibía Miguel Ángel Revilla, nunca me he fiado de su bonhomía ni he aceptado de buena voluntad sus recitales de populismo cateto. Por alguna razón, siempre supuse que no era trigo todo lo que asomaba en los comportamientos de político atípico mezcla de profesor heterodoxo y montañés zarzuelero que tanto le arreglaron la vida durante su paso por la política sobre todo, en los tiempos finales del periplo a pesar de que ya comenzaban a vérsele las enaguas. Juan Carlos terminó tirando por la ventana el respeto y el cariño que le profesaban diferentes estratos de la sociedad quienes todos juntos, constituían un apreciable, numeroso e interclasista fenómeno de masas que lo perdonaba todo y procuraba mirar para otro lado en la certeza de que el bien que aquel hombre le hacía al país era suficiente para disculpar sus veleidades, tarambanas y estrépitos. Revilla por su parte, representando el cansino papel de pasiego ilustrado experto en aplicar el sentido común en la resolución de problemas aparentemente irresolubles, se pasó de frenada y acabó convertido en una marioneta de sí mismo como aquellos muñegotes televisivos que hacían las delicias del público recién incorporado al reino de las televisiones privadas.
El comportamiento del Rey emérito no ha sido en modo alguno ejemplar si bien desde aquella desventurada odisea con un elefante de por medio, su prestigio cayó en picado hasta abocarlo a la renuncia, una historia que guarda muchas similitudes con los sucesos que dejaron sin corona a su antepasada la reina Isabel II. Pero el de Revilla tampoco, y no hace falta mas que repasar el comportamiento del profesor cántabro y su supuesta fraternal amistad con el monarca –el jovial encuentro en los urinarios regios, las latas de anchoas de regalo o los macutos de sobaos, las palmadas en la espalda y los achuchones públicos- para calibrar lo poco que había de leal y sincero en aquella camaradería tan estrecha. Puro cinismo y mucho Pablo Motos.
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