El día que Putin sirvió de camarero a un grupo de gallegos en San Petersburgo

GUERRA EN EUROPA

El alcalde Sobchak saludando a Vicente Alonso; el matrimonio Diéguez, a la derecha, y un Putin serio e inexpresivo detrás a la izquierda. El del bigote era el intérprete. (Foto cedida por Maribel Fernández, viuda de Alonso).
El alcalde Sobchak saludando a Vicente Alonso; el matrimonio Diéguez, a la derecha, y un Putin serio e inexpresivo detrás a la izquierda. El del bigote era el intérprete. (Foto cedida por Maribel Fernández, viuda de Alonso).

Corría el mes de junio del año 1992 cuando el alcalde de San Petesburgo, Anatoli Sobchak, recibía en su despacho de la alcaldía a un grupo de ourensanos quienes en agradecimiento le entregaban unas cajas de vino de la tierra. “En Rusia –explicó el alcalde- cuando a alguien le regalan vino abre la botella y beben juntos”. A continuación se dirigió a su ayudante, que estaba a su lado, y le pidió que trajera unas copas para todos. El ayudante resultó ser un señor de nombre Putin, encargado de las relaciones exteriores del Ayuntamiento, que se mantenía en un callado segundo plano y cumplió la orden sin rechistar. La reunión fue sumamente cordial, tanto es así que el alcalde jugó allí mismo una partida de billar con Vicente Alonso, secretario de la Cámara, y Putin cedió su pluma Mont Blanc de oro al ourensano Saturnino Rego para que firmara en el libro de visitas del Ayuntamiento. La recepción fue posible gracias a los contactos que Jorge Bermello, organizador del viaje, mantenía con empresarios rusos, entre ellos con la mujer del alcalde.

Los ourensanos protagonistas de la historia, unos 50, formaban parte de una misión comercial organizada por la Cámara de Comercio que presidía Bermello. El grupo representaba sectores muy variados: madera, vinos, antigüedades, construcción, muebles y otros, además de un intérprete cubano de origen ourensano y formado en Rusia, y dos periodistas: Alfredo Vara y la que esto escribe. El motivo del viaje, explica Bermello, era “aprovechar la apertura de Rusia al comercio exterior ofreciendo enormes oportunidades”. Oportunidades que apenas pudieron ser aprovechadas por los ourensanos, que se encontraron un país empobrecido con cientos de personas vendiendo en la calle sus escasas pertenencias. Herminio Araujo, comerciante en pieles, pretendía abrir tiendas: “Pero no hice nada –aclara- porque todo estaba bastante muerto, incluida la fabrica de curtidos que visité. Años después hice una exposición en el Kremlin y asistí a varias subastas de pieles”. Saturnino Rego, que representaba a Forjados Seixalvo, tuvo su gran desilusión al visitar la que se vendía como la mejor fábrica de prefabricados de hormigón del país: “Era enorme -recuerda- pero los productos eran infames. Intenté comprar un edificio en Leningrado, pero después de hablar con diez personas no conseguí llegar a ningún acuerdo porque los precios eran altísimos”. Para la mayoría de los empresarios que formaban la misión comercial era su primer intento de salir al extranjero y, sobre todo, a Rusia; algunos, como el mismo Bermello o Pepe Posada, hacía tiempo que mantenían relaciones comerciales con aquel país recién salido del comunismo más feroz.

La gaita, en la Plaza Roja

Aunque los logros comerciales fueran más bien escasos, para los que formábamos parte de aquel viaje todo fueron sorpresas. La comida escaseaba en los restaurantes; el agua de San Petesburgo salía de los grifos con un sospechoso color oscuro y el consejo era no beberla; en los pasillos del hotel una persona, casi siempre una mujer, instalada en una silla delante de una pequeña mesa vigilaba las entradas y salidas de los clientes (lo que no evitó el robo de una cámara de fotos de una habitación); en las calles se veían pandillas de niños huérfanos que, como era tradicional en Rusia, recorrían juntos el país tratando de sobrevivir; en todas partes te ofrecían caviar a bajísimos precios (tan bajos que algunos, como Rego, desayunaba, comía, merendaba y cenaba caviar a cucharadas); cambiar dólares por rublos suponía fajos enormes de billetes de moneda rusa; en todos los restaurantes había música en directo; en las librerías, enormes, casi siempre preciosas y llenas de gente, podían comprarse ediciones en español que los soviéticos editaron pensando sobre todo en Hispanoamérica; la imagen de Lenin en estatuas, bustos y hasta en vidrieras en la calle y en recintos cerrados, llegaban a ser una presencia agobiante. El viaje de Moscú a Leningrado en tren durante toda la noche lo hicimos en vagones coche-cama, sencillos pero con sábanas de fino hilo. Pero sin duda lo más impactante era la presencia de vecinos situados a ambos lados en la famosa calle Arbát (protagonista de la popular novela “Hijos de la calle Arbat”), una de las pocas calles peatonales de San Petesburgo, ofreciendo a la venta sus “tesoros” personales: una taza de porcelana rusa, un cuadro, cachorros de perros, ropa usada, auténticos y falsos iconos, instrumentos musicales y muchos símbolos de la desmantelada Unión Soviética. Los bajísimos precios de aquellos tesoros demostraban la necesidad que había de dinero y el desconocimiento que tenían los rusos de cómo se movía el comercio. Y para acabarla de rematar, los intérpretes no paraban de advertirnos de que todo lo que compráramos nos lo quitarían en la Aduana, como así fue. Todo esto en medio de dos ciudades bellísimas, Moscú y San Petesburgo, que trataban de restaurar sus magníficos palacios y edificios casi siempre a cargo de empresas alemanas.

Entre los miembros que integraban la misión, además de los ya citados, estaban José Jaime Vázquez, José Antonio Álvarez, José Ramón Cid, el matrimonio Diéguez, el matrimonio Rodríguez Portugal, el anticuario Ross, Estela Bermello y otros. Algunos de ellos disfrutaron de una hermosa noche de junio en una vacía e impresionante Plaza Roja en la que Lisardo, vecino de Bande, hizo sonar la gaita de la que no se separó durante el viaje. Creo que para todos fue un viaje lleno de sorpresas.

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