Opinión

Canto a la decencia

Cuando Pedro Sánchez clavó fijamente su mirada en el rostro de su contendiente Mariano Rajoy en un debate televisivo y le dijo aquello de “señor Rajoy usted no es un presidente decente”, el hoy habitante de la Moncloa definía públicamente toda la espina dorsal de su plan de acceso a la presidencia del Gobierno. Sánchez había comprendido que la corrupción tenía seriamente tocado al partido gobernante y supuso con acierto que si deseaba sustituir a su rival tendría que basar todo su discurso en todo lo contrario. Eso hizo y de hecho, el último tramo de su triunfó con el canto a la honestidad como piedra angular.
De hecho, a Mariano Rajoy le mató la corrupción que se había instalado en su partido y de la que fue aliado necesario aunque es posible que él, de aquel saqueo ignominioso no se llevara ni un duro. Sánchez aprovechó la situación, pescó en el río revuelto de los descontentos  desparramados por los escaños de la tribuna y sacó adelante una moción de censura que en una situación normal y no definida por el clima de golferío y latrocinio que se extendía sobre los predios de la calle Génova, ni siquiera se hubiera planteado. Rajoy pudo resolver el contencioso dimitiendo y dejando su sitio a un sustituto no contaminado como pedía Ciudadanos e incluso daba por bueno el propio PSOE, pero prefirió caer en la divina molicie de un restaurante madrileño donde paladeó la buenaventura de la liberación con copa y puro durante las cinco horas en las que España cambió de Gobierno aunque no de reparto parlamentario.
La divisa de honorabilidad plenaria adquirida por Sánchez tras vencer en esta moción que, desde el punto de vista parlamentario es irreprochable, le obligó sin embargo a asumir una posición sumamente delicada. La de cabeza y alma de un Gobierno cuya transparencia y honestidad no tendría ni la más mínima mácula. Sánchez argumentó que su moción cumplía con el deber de desalojar a un presidente corrupto, sacudir las alfombras y convocar elecciones. No lo ha hecho sin embargo, y hoy las pequeñas indignidades lo están machacando. Es lo malo de creerse bueno. Y lo bueno de parecer malo.

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