Opinión

El año del Tricentenario

Como quiera que estamos en plena celebración del 300 aniversario del nacimiento del rey Carlos III, en esta ilustre Villa y Corte donde me hallo que el monarca alcalde mandó reconstruir y convirtió en ciudad de relumbre desde las cenizas de un villorrio insalubre y miserable, los motivos carolinos se multiplican y uno va por la calle sospechando que puede encontrarse de buenas a primeras con dos italianos tan madrileños como Boccherini y Sabatini conversando animadamente de sus cosas mientras pasean por el nuevo y reluciente Salón del Prado jalonado por tres fuentes mitológicas recién instaladas que son la de la diosa Cibeles, la del dios Neptuno y la del dios Apolo. Allá arriba, coronando la colina, y desde finales de 1778 como reza en su frontispicio a la vera misma de los Reales Jardines del Buen Retiro está, mírala, mírala, mírala, la puerta de Alcalá que trajo de cabeza al corregidor José Antonio Armona porque  el buen rey le ordenó que colocara allí una puerta decente de acceso desde el camino de Alcalá y no la mierda que había, los constructores remolonearon, la obra no avanzaba, Sabatini su autor estaba desesperado y Armona terminó reuniéndolos a todos ellos y amenazándoles con meterlos en la cárcel si la condenada puerta no estaba lista en un año. Vaya si lo estuvo.
Carlos III está pues por todas partes, en exposiciones, en libros, en conciertos y en conferencias y ayer mismo asistí a una de notable interés que trataba de desentrañar el proceso por el que, cumpliendo escrupulosamente el mandato del soberano, el murciano José Moñino que era su embajador en el Vaticano arrancó del Papa el decreto para expulsar a la orden de España primero y su disolución completa y definitiva más tarde. El tan celebrado rey es por sí mismo una paradoja con peluca y casaca. Es el prototipo de monarca ilustrado y no leía un libro, despreciaba la música y no sabía bailar, fue el mejor alcalde de Madrid y tras el susto del motín de Esquilache se negó a residir en la ciudad salvo quince días del año, y rey profundamente católico, no paró hasta expulsar a la Compañía de Jesús de sus territorios contribuyendo con toda su alma a tratar de exterminarla. A Farinelli, que era el cantor castrado más extraordinario de la historia y residía divinamente en Madrid, le mandó a su casa nada más sentarse en el trono. “Los capones –dijo el buen rey- al corral” Y chitón. Es lo que tiene el despotismo ilustrado.

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