Opinión

A vueltas con la Justicia

Lo malo de fiar la correcta interpretación de situaciones de contenido político a la capacidad inductiva de un juez es que el juez te puede sorprender y no siempre para bien. Y más aún si se trata de un magistrado que se desempeña en una demarcación del norte de Alemania próxima a la frontera de Dinamarca que ha de pronunciarse sobre unos hechos que afectan a un país situado tres mil kilómetros al sur de sus dominios, del que ha escuchado hablar muy tangencialmente, que desconoce casi por completo y cuyos asuntos internos ni le importan ni los entiende. Si esos mismos hechos se produjeran en el terreno propio estaríamos hablando de otra decisión, naturalmente, pero esta no es la cuestión. La cuestión es que los delitos de los que un juez español acusa al prófugo Puigdemont le resultan tan completamente ajenos al funcionario del departamento de Justicia de la república de Alemania, que no tiene el más mínimo inconveniente en negarlos, rechazar lo que el legislador español solicita y poner en libertad sin más al acusado. A continuación, da con el martillo en la mesa y pasa a entender otro caso. Uno que, probablemente sí comprende.
Supongamos, por ponerse a suponer, que el presidente de un Lander alemán, Baviera por poner un ejemplo, se manifiesta en rebeldía contra los preceptos determinados por la legislación germana. Le hace un corte de manga a la señora Merkel y, desobedeciendo una orden que prohíbe la celebración de un referéndum secesionista en territorio bávaro -de hecho, la prohibición de una consulta electoral en Bavaria es cierta y no es producto de la mente calenturienta de este autor- la celebra y utiliza sus dudosos resultados para propiciar la ruptura con Alemania. Querría yo saber cuál sería la opinión que semejante escenario le inspira a este mismo juez. Desgraciadamente, entramos en los terrenos de la ensoñación.
La gran desventura de esta situación sin pies ni cabeza es el propio tratamiento que el continente europeo y sus instituciones comunes ofrecen a la toma de decisiones judiciales dentro del territorio comunitario. Como se ha demostrado en el caso del prófugo Puigdemont, las euroórdenes no sirven en realidad para nada, no tienen la más mínima autoridad y los personajes a los que afectan se las pasan por el arco de triunfo. Por eso, delincuentes reclamados por la justicia de un país se pasean tranquilamente y sin que nadie les moleste por las calles de otro, se mofan de las peticiones de extradición y viven como príncipes. La Justicia universal es una utopía. No una realidad.

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