Opinión

Los que votamos en blanco la Constitución de 1978

Se ha dicho, y es verdad, que sin gustarnos a todos de todo, a todos nos gusta un poco la Constitución de 1978. Hasta los pocos que como yo mismo votamos en blanco. Era un sí, pero no; no la rechazábamos ni la aceptábamos totalmente. Queríamos libertad y democracia, pero que no me metieran de matute la monarquía, disfrazada con el disparatado e inviable Estado de las Autonomías. 
Muchos esperábamos, como estaba previsto como salida al franquismo, que decidiéramos primero la forma de Estado y de Gobierno, y un si deberíamos construir un Estado Federal o Unitario, pero en cualquier caso, un Estado fuerte, con competencias comunes para todos en lo esencial, y no este guirigay. Y ese referéndum decisivo, de todos los españoles: República o Monarquía; Estado Federal o unitario, sigue pendiente. Lo quieran o no. Pero eso no significa, que queriendo cambiarla, hasta quienes no lo vamos, dejemos de defenderla, aunque queramos cambiarla, por la hemos de perfeccionar para construir un país fuerte y de todos.
El repaso de los documentos, declaraciones, manifiestos, programas y otras manifestaciones de todo tipo de los actores con presencia en este proceso, desde la oposición democrática a los partidarios del Conde de Barcelona, los exiliados, los partidos democráticos proscritos y, en definitiva, de todos aquellos agentes políticos y sociales representativos de la oposición, entre el final de la guerra y la aprobación de la Ley para la Reforma Política y el posterior proceso constitucional, presentan –con ligeras variaciones- una misma coincidencia: que la salida del Franquismo se resolviera devolviendo plenamente la palabra al pueblo español, para que éste, en libertad, expresara su voluntad de construir un nuevo Estado, república o monarquía, como paso previo a todo proceso constitucional.
Solé Tura, ponente de la Constitución de 1978, afirmó en el Pleno del Congreso, durante el debate constitucional, que las consultas populares durante el régimen del general Franco, lejos de ser un instrumento de participación directa, fueron “montajes propagandísticos encaminados a legitimar un sistema político en el que el pueblo no tenía ningún poder efectivo”.  
Este hecho determina el alcance no solamente jurídico, sino moral, del valor que hoy podemos atribuir a uno de los elementos esenciales de la construcción del Franquismo y de sus secuelas.
Desde esa misma sensibilidad, sobre la forma en que los españoles ratificaron no solamente las leyes “ahormadoras” del Régimen 18 de julio, y de sus previsiones sucesorias, cabe analizar la propia ejecución de los planes que, desde el Gobierno de la Corona, se trazaron para obtener los resultados que interesaba: suprimir la posibilidad de debate sobre otras alternativas y, con especial cuidado, plantear las consultas (primero de la Ley para la Reforma Política, y más tarde de la propia Constitución que instauraba de manera definitiva la Monarquía juancarlista) de modo que no cupiera otro refrendo que el esperado. Sencillamente, fueron referendos con una única opción.
Este hecho enlaza la evidencia de que el grave deterioro que la Monarquía ha venido sufriendo los últimos tiempos en España no tiene causas puramente coyunturales, sino estructurales y que el debate República-Monarquía no se ha extinguido, sino que rebrota entre los menores de 40 años (quienes más desafectos se muestran con la Corona, y en quienes está presente el deseo de poder responder a esa pregunta esencial, cuya respuesta les fue hurtada a sus padres, quienes tuvieron que aceptar que la Monarquía formase parte de un paquete, de un todo completo, sin discusión posible, si era que queríamos pasar de un régimen de dictadura personal a un sistema democrático y parlamentario, sin discutir quien estaría a su cabeza.
Y todo el mundo sabe que cuando se abra el melón de la Constitución va a ser imposible, aunque seguro que lo van a intentar, evitar el debate.
 

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