Opinión

Una situación melancólica

Se celebra el trigésimo quinto aniversario de la Constitución Española en medio de una crisis social –seis millones de parados-, económica –causante de la anterior-, territorial –Cataluña en trance de secesión y el País Vasco a la espera- y política –cuestionamiento de la forma de Estado y desafección ciudadana hacia sus representantes- y las miradas se vuelven hacia ella para ver si en su texto actual o en su reforma se encuentra la solución para resolver las crisis descritas. Los optimistas o inmovilistas consideran que en la ley de leyes se encuentran las respuestas que se precisan para abordar todas ellas y están tan ocupados en poner remedio a la crisis económica que piensan que la solución de las otras tres vendrá por sí sola una vez que el PIB vuelva a crecer y a crearse empleo.

Para los nacionalistas la Constitución es un traje que se les ha quedado pequeño porque sus costuras constriñen su deseo de independencia, y quieren pasar de ser una nación –nacionalidad- sin Estado a convertirse en un Estado con todas las consecuencias. Para ejercer el derecho de autodeterminación, inexistente en la legislación española, están dispuestos a saltarse los dos principios fundamentales de la Constitución, la unidad de España y la soberanía que recae en el conjunto del pueblo español. En la última semana de diciembre se sabrá hasta donde está dispuesto a llegar el presidente de la Generalitat, Artur Mas, en ese desafío que conducirá a la melancolía porque en esta ocasión no se va a celebrar de forma válida un referéndum sobre la independencia de Cataluña.

La crisis económica y los problemas de financiación están en el origen de las prisas catalanas –el País Vasco está en la retaguardia- y del problema territorial, pero se ha llegado a un punto en el que es preciso abordar un diálogo sobre el reconocimiento de la singularidad de Cataluña que no suponga una vulneración del principio de igualdad de todos los españoles. Es difícil cuadrar el círculo, pero para eso se les exige a los políticos responsabilidad y sobre todo un compromiso de lealtad y de respeto a la legalidad hasta que no se pongan de acuerdo para cambiarla.

Los pesimistas, o partidarios de la renovación, consideran que es preciso introducir cambios en sentido federal –entre los inmovilistas y los reformadores hay quien sostiene que el Estado de las autonomías va mas allá- para abordar no solo el problema territorial sino también la crisis social, mediante el blindaje de los pilares del Estado de bienestar –sobre todo educación, sanidad y pensiones-, y tratar de recuperar así el prestigio de la política y de los partidos políticos que la crisis se ha llevado por delante por su incapacidad para verla o resolverla con menores costes sociales. De ahí la desafección ciudadana aumentada porque los partidos están atravesados por casos de corrupción, o desubicados, y porque las polémicas alcanzan incluso a la más alta institución del país, consecuencia de una serie de errores, que ha reavivado –moderadamente- la necesidad de un proceso constituyente que permita optar ente monarquía o república.

La Constitución es flexible en su interpretación y rígida para su reforma, porque exige mayorías cualificadas que solo se pueden lograr con la recuperación del ‘espíritu’ que permitió su aprobación por mayoría en 1978. Por ese motivo es otro esfuerzo tendente a la melancolía pretender una reforma constitucional -aunque hay asuntos que lo merecerían- porque en este momento no existe ni un proyecto sobre los artículos a reformar ni la posibilidad de concitar un consenso igual o mayor que hace 35 años.

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