Opinión

Vacas, nécoras y maletas

Es sumamente fácil confundir a Ernst Engel (1821-1896) con Friedrich Engels (1820-1895). Este ya saben ustedes quién fue y aquel seguro que también lo saben pero, por si no fuer así, sepan que se trata del formulador de la ley que lleva su nombre. ¿Cuál? Es indudable que la Ley de Engel.
¿Qué dice la Ley de Engel? Pues nada menos que, si aumentan los ingresos de alguien, persona o entidad colectiva, algo va a suceder en lo que no habíamos reparado. ¿Qué? Pues que tiende a disminuir el gasto dedicado a la compra y consumo de alimentos. Puede que el gasto real aumente, es verdad, pues el aumento de ingresos incitará a comer no solo más sino mejor y más selecto, es decir, más caro pero eso no impedirá que la proporción respecto de los ingresos alcanzados disminuya.
Como comprenderán los lectores ignoro si esta ley es cierta. Pero nadie me negará que al menos es curiosa e invita a la reflexión. Por diversas razones, en realidad casi todas ellas relacionadas con mi oficio de escritor, aunque también una boda me haya llevado hasta el sur del Sur de España, he recorrido la península de un lado a otro. Lo hice, unas veces, en tren y otras tantas en coche, yendo de un lado a otro de nuestra geografía.
Durante todos los trayectos recorridos no hice más que fijarme en los campos que jalonaban las carreteras o eran atravesados por los trenes de alta velocidad y, en cada oportunidad, no hacía otra más que comparar la realidad que observaba con la que vengo observando en nuestra tierra desde hace ya demasiados años.
Si uno baja en el AVE de Barcelona a Madrid y de allí continúa hasta Sevilla o hasta Valencia no es que se vaya a cansar de contemplarlos pero no dejará de ver campos y campos cultivados. Si uno desciende desde Galicia hasta Punta Tarifa a través de la Ruta de la Plata, podrá comprobar campos y campos ocupados por rebaños y rebaños de vacas, de cabras o de ovejas, también de caballos o de piaras de cerdos de los de jamón de pata negra, hociqueando en campos totalmente resecos en estos meses que ya son todos del estío.
En cada oportunidad, contemplando esos campos y esos rebaños, esos bosques y esas enormes plantaciones de esto o de lo otro, intensamente cultivados, no he dejado de recordar la Galicia de mi juventud en la que, no solo cada leira era capaz de dar dos y tres cosechas anuales, sino que no había trozo de tierra por muy pequeño que fuese que no estuviese ocupado por unas berzas o incluso un solo castaño que, perteneciendo a un propietario, diese sus frutos a otro, estando asentado en el terreno de un tercero, como le sucedía a aquel de cerca de Lalín del que yo obtenía las que asaba o incluso las que tomaba con leite fervido e rum e rum e rum e runcalle o corazón que alá se nos foron aqueles anos e así fomos ficando sós, o mar o campo e máis nós..
¿Qué nos pasó? ¿Quizá algo relacionado con la Ley de Engel? ¿Algo que no le haya sucedido a otras partes de España por alguna de esas cabronadas que a veces causa el destino? Una de las consecuencias resultantes de la Ley que evoco es la sucesiva pérdida de importancia de la agricultura a medida que aumenta el bienestar de un país cuando la demanda de alimentos no aumenta al mismo ritmo que la renta per capita de sus ciudadanos. ¿Es eso lo que nos ha pasado? 
Sinceramente creo que no. No hay más que ver el creciente número de fruterías existentes en Galicia o la amplitud de los espacios dedicados a las hortalizas y a otros vegetales en las grandes superficies comerciales, para comprender que no se trata de eso y que, efectivamente, ha crecido la demanda. ¿Qué ha sucedido? Seguro que los economistas y los políticos tendrán otras explicaciones más convincentes, pero la que yo encuentro más a mano es la de que hemos abandonado la producción. Ni vegetales, ni legumbres, ni fruta, ni carne, ni leche producimos en la medida que cabría esperar; incluso traemos nécoras de Irlanda, Escocia o de la Bretaña francesa, y no digamos ya que hasta de Grecia traemos las lubinas y las doradas que compramos en los supermercados.
¿Y saben una cosa? La culpa no debemos echársela a nadie, ni siquiera a los políticos, sino a nosotros mismos incapaces que hemos sido (y aún somos) de plantarle cara a la realidad. Seguimos siendo un semillero de ahorros para las grandes corporaciones bancarias y, de un mofo u otro, llevados ahora de la movilidad exterior, cuando las cosas no van bien, en vez de agarrar el toro español por los cuernos lo que agarramos es la maleta y ahí te quedas, corazón, y tal día hará un año.

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