METEOROLOGÍA
Una masa de aire frío y nevadas reciben el invierno
El encarecimiento del alquiler y del coste de la vida ha empujado a nuevas capas sociales a una situación de vulnerabilidad en la que trabajar ya no garantiza poder vivir con dignidad.
Desde Cáritas Diocesana Tui-Vigo, su director, Alfonso Moreno, constata un cambio profundo. “En el informe Foessa de pobreza se pone de manifiesto que la clase media ha bajado. Con el incremento del precio de la vivienda y de los alimentos, con un trabajo normal no se llega; estamos desbordados”.
Esta realidad también se percibe en barrios como el de Coia. El párroco del Cristo de la Victoria, Juan Antonio Terrón Blanco, señala que en la zona la vivienda se ha encarecido hasta hacerse inaccesible para personas con pocos recursos. “La gente valora el barrio por los servicios que tiene, pero hay muy poca rotación y la vivienda es cara”, explica, lo que dificulta la llegada de nuevos vecinos y expulsa a familias con menos ingresos.
En el día a día, la precariedad se hace visible en pequeñas necesidades. Marisol Polo, presidenta de la Asociación de Vecinos, lo resume con claridad: “Aquí hay mucha necesidad, sobre todo porque hay mucha gente mayor”. Pensiones ajustadas, más gasto en medicinas y problemas de movilidad agravan la situación. “Un paquete de garbanzos, ropa o un juguete para un niño, todo suma”, afirma. Desde la asociación intentan responder con iniciativas solidarias, especialmente en fechas señaladas.
Moreno añade que, pese a los datos macroeconómicos positivos, “ese crecimiento no se manifiesta en la gente”. “Cáritas está donde no llegan otros”, señala, mientras la nueva pobreza se consolida en Vigo, marcada no por la falta de empleo, sino por la imposibilidad de sostener una vida con lo básico.
Durante décadas, la parroquia del Cristo de la Victoria formó parte activa del movimiento vecinal del barrio, implicada en la mejora de infraestructuras, espacios de ocio y calidad de vida. Desde la calle Baiona, delante de la iglesia, el párroco Juan Antonio Terrón Blanco recorre su dedo por el horizonte señalando: “ese edificio lo construyó Vulcano, aún lo llamamos así, aquel el Instituto Social de la Marina y esos, los de Álvarez”. Son los orígenes de una parroquia que durante décadas centró su labor en la infancia, el desempleo, las adicciones o la inmigración, adaptándose a las necesidades de cada momento.
Según explica el párroco, todo ha cambiado desde la pandemia. “Nuestro barrio también se ha transformado. No somos la Coia de los ochenta, ahora somos un barrio de personas jubiladas”, señala Terrón, que apunta a una población envejecida con recursos modestos pero estables.
En la actualidad, ese modelo de intervención comunitaria se enfrenta a límites claros. “Los problemas de las personas empobrecidas o vulnerables son de tal magnitud que no hay institución que por sí sola pueda lidiar”, advierte el párroco. La ayuda puntual ya no es suficiente frente a situaciones prolongadas de precariedad, especialmente vinculadas a la vivienda. Además, las entidades pequeñas de barrio han visto reducido su margen de actuación respecto a la posibilidad de recibir fondos públicos. Por eso en la parroquia están en un proceso de repensar cómo ayudar ante esta nueva problemática.
Ante este escenario, la parroquia ha ido desplazando su papel. “No podemos solucionar muchos de los problemas que la gente tiene, pero sí podemos decir que existen y decir a quien corresponda que hay que solucionarlos”. La transformación hacia un barrio envejecido, con mucha población jubilada, también le preocupa. “Hay mucha soledad”, señala el párroco, que valora positivamente la puesta en marcha del servicio de Coidadores de Barrio.
Juan Antonio Terrón Blanco, párroco del Cristo de la Victoria, es desde hace cuatro años capellán del centro penitenciario de A Lama. “Yo siempre digo que yo llegué allí por amor, por amor a personas que estaban allí internas”. Ese contacto previo con personas presas y su implicación en la pastoral penitenciaria acabaron llevándolo de manera natural al cargo que desempeña desde hace cuatro años.
Su trabajo va mucho más allá de la celebración religiosa. Además de la Eucaristía dominical y la atención espiritual, la pastoral penitenciaria desarrolla tareas sociales clave: pisos de acogida para permisos penitenciarios, mediación con familias o programas formativos. En una institución rígida, Terrón se define como alguien que camina “entre las costuras” para hacer de puente entre el interior y el exterior.
Terrón insiste en que el primer paso para acompañar es mirar sin prejuicios. “Los presos somos nosotros”, afirma, subrayando que detrás de cada condena hay trayectorias vitales marcadas por la falta de oportunidades. A su juicio, la cárcel se ha convertido en un parche que suple carencias graves del sistema público, especialmente en salud mental y drogodependencias.
En este contexto, la culpa atraviesa la vida cotidiana de los internos. No solo por el daño causado a las víctimas, sino también por el impacto sobre sus familias. “La entrada en prisión acaba siendo el centro de la vida de algunos núcleos familiares”, explica. Por eso, el perdón es una de las claves del acompañamiento pastoral. Pero no el perdón externo, sino el más difícil: “La mayor dificultad es el perdón a uno mismo”. Trabajar esa herida, sanar y recuperar sentido es, para Terrón, una condición imprescindible para que la reinserción sea posible en una sociedad cada vez más punitiva.
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