Fernando Lillo señala que “el pensamiento ecológico ya existía con los romanos”
Fernando Lillo sostiene en su nueva publicación que los romanos ya tenían preocupación por el mundo que les rodeaba y la convivencia con los seres vivos, y aunque cazadores también eran amantes de sus mascotas
La preocupación con el mundo que les rodea y la convivencia con los seres vivos en la época romana son dos cuestiones a las que da respuesta Fernando Lillo (Castellón de la Plana, 1969), filólogo y catedrático de Latín en el IES Santo Tomé, en su última publicación “Ecología en la Antigua Roma”. El auditorio del centro acogió este lunes la presentación del libro, en el que el autor estuvo acompañado entre otros por integrantes de la agrupación histórica Cohors I Legio Falcta.
“Siempre busco poner en valor las diferencias y las similitudes entra la sociedad clásica y la nuestra, llevo años preparando este tema”, afirmó el autor. Tras explicar que la propia palabra que define el ámbito es un neologismo del siglo XIX, al igual que la ciencia que lo estudia, no le cabe duda que “el pensamiento ecológico ya existía con los romanos”.
Como en anteriores investigaciones, basándose en fuentes escritas (textos y epitafios), establece tres campos de relación entre los romanos y el medio ambiente: el conocimiento, su explotación y su disfrute. “Al igual que hacemos ahora, existen numerosos textos que recogen el placer que provoca contemplar el mar o noche estrellada; les gustaba mucho la combinación de bosques y ríos, por lo que a veces algunos parajes lograban ser considerados sagrados y contaban con una protección especial que los libraba de ser talados”.
Y es que para los romanos la madera era esencial. Tal y como explica el autor, “provocaron una deforestación masiva dentro de sus capacidades; para Roma, la relación con la naturaleza era de dominio, el hombre tenía la capacidad de modificar a su antojo el medio natural y usar a los animales, ya que era capaz de hacer una segunda naturaleza dentro de la propia naturaleza, como decía Cicerón”.
Ante esa actitud surgían posturas más revolucionarias en los círculos intelectuales. “Ejemplo de esta acción lo tenemos en Monte Furado, en que horadaron todo un monte para desviar un cauce y recoger el oro, para algunos esta explotación minera era una agresión a la madre tierra, estropeándola también por dentro solo para lograr oro que también destruiría a la sociedad a través de la codicia que generan las joyas”. Del círculo de Séneca se conservan críticas por lo que ahora llamaríamos explotación urbanística en la costa. “Hay citas que recogen las reacciones ante lo que consideraban un abuso por la construcción de villas señoriales en primera línea de mar o incluso ganándole terreno, lo consideraban muy agresivo, pero se seguía haciendo”.
Tampoco es un invento moderno el efecto terapéuticos de los árboles. Así, Lillo se hace eco de una anécdota que cuenta cómo en Roma había un hombre al que le gustaba tanto un platanero que le daba sombra “que todos los días lo abrazaba y lo besaba”.
De los griegos heredaron su gusto por el conocimiento de la naturaleza. Plinio el viejo, que murió víctima de su curiosidad científica en la erupción del Vesuvio, publicó la “Historia Natural”, la mayor enciclopedia del mundo romano.
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