Opinión

Ruidosis

Hay días en los que recuerdo a los anacoretas de la antigüedad y me espanta o deseo su espejo. Envidio la soledad y el silencio dónde buscaban a los dioses de sus religiones. Envidio la paz pero no el castigo al que sometían, o decían imponer, a sus cuerpos. Nunca alcancé a justificar si aquellas locuras solitarias serían consecuencia de algún tipo de masoquismo sicológico. Quizás porque presupongo que en el pasado remoto los humanos, al margen de las guerras habituales, podían vivir con tranquilidad en el silencio de las aldeas y pequeñas ciudades sin aislarse. El aislamiento y las cuarentenas por mor del COVID 19, la obligada soledad, han traído a mi casa el ejemplo del espíritu de aquellos ascetas con harta frecuencia. Quizás sea un espejismo, porque en ningún momento he conseguido la tranquilidad deseada. Nuestra convivencia es otra y el ruido el fenómeno que todo lo puede, me he dicho.
Me temo que sea imposible escapar del escándalo que nos rodea. No sé si estamos en el punto de hacer balance de la pandemia, ahora que decae el temor a las cifras de contaminados o muertos y se propaga la euforia por los números de vacunas dispensadas. De la pelea por vencer al virus, hemos saltado sin transición a la exaltación de los problemas mentales generados por los aislamientos. A la agorafobia por la pérdida de las costumbres socializadoras. Al miedo a la ruina empresarial o a la pérdida del puesto de trabajo. No puedo saber cómo acababan los eremitas del pasado, si locos de atar, visitando al brujo de la tribu, o felices de haber encontrado al Dios de sus sueños. Nosotros hacemos cola pidiendo número para la sicóloga o el siquiatra. Hay días en los que tengo ganas de escapar a no sé dónde. Y entonces descubro que no soy el único dispuesto a colocarse en la línea de salida. Pero ni estoy deprimido, ni padezco agorafobia, ni albergo temores infundados, ni abomino de mis amistades… pero he descubierto la insoportable presión que ejercen sobre mí los ruidos mediáticos. Las voces radiofónicas, las discusiones televisadas, los impactos de las redes por las que navego, los titulares impresos, las llamadas telefónicas… Todo aquello, que creía compañía y ventanas abiertas al mundo durante los aislamientos, se ha convertido en hachas amenazantes de verdugos furtivos.
He probado a silenciar todo durante unos días, a convertirme en ermitaño dentro de mi hogar. Tengo la fortuna de, sin estar alejado de la población, ver y pisar la naturaleza a dos pasos. Contemplo los juegos de los gorriones en el alfeizar de mi ventana. Observo a las pegas y los vencejos saltando por las ramas de los árboles. Cuento las palomas en los aleros de los tejados… Y, contra mi ensoñación, he descubierto como el silencio explota en mi pecho y rompe las venas de mi cerebro. Enseguida he comprendido que me faltaba la morfina informativa, la necesidad de estar inmerso en las ondas expansivas de la actualidad. Esa quimera de formar parte del engranaje que hemos confundido con la vida.
Como un poseso corrí por las habitaciones conectando todos los instrumentos emisores. Desconocía el número de ellos. Televisores, aparatos de radio, ordenadores, reproductores de CDs, de discos de vinilo… Y me he enfrascado en las discusiones de las tertulias políticas, en las absurdas polémicas que pretenden cambiar el mundo y alcanzan la vida de una mosca. He querido gozar de éxitos musicales que duran una mañana… He comprobado en mi piel que somos ruido. ¡Déjense de farrapos de gaitas! Nuestra enfermedad post pandemia, diga el CIS lo que diga, se llama ruidosis y es adictiva. 

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